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ISSN 2684-0626

 

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Equinoccio

Por Lucas Cosci |

Hasta hoy no lo sabía. Existe en el calendario de nuestra civilización el día mundial de la poesía. Es el veintiuno de marzo. Equinoccio. Simetría entre el día y la noche. Sol ecuatorial. ¿Tiene algo que ver? ¿Qué tienen que ver los equinoccios con Horacio, con Quevedo,  con Boudelaire, o con Pessoa? ¿Qué tienen que ver con Manuel J. Castilla o con Dalmiro Coronel Lugones, para nombrar a los próximos? ¿Y por qué el día mundial de la poesía?  Hasta donde pude indagar es una fecha arbitraria. No evoca ninguna efemérides que merezca ser celebrada. Pura burocracia de la UNESCO. Un acto administrativo con pretensiones de liturgia.

Sin embargo, la palabra “equinoccio” no está desprovista de resonancias poéticas. Hasta hay un poema de Jorge Rosenberg que lleva su nombre.

Entonces, aceptado. No está nada mal que el equinoccio —de otoño en el hemisferio Sur, de primavera en el Norte— sea consagrado día de la poesía. Un día igualitario, dialogal, amigable y ávido de una belleza que busca siempre el equilibrio. La luz y la oscuridad pactan un reparto justo de sus tiempos. Los poetas de la luz y los poetas de la sombra tienen la misma presencia crepuscular (¿hay algo más poético que el crepúsculo?).

¿Cómo celebrarlo, entonces? Evocando poesía, por supuesto.

Pero hay algo mas que nos interesa destacar. Es la naturaleza equinoccial de la poesía misma. ¿En que sentido? El filósofo alemán Hans-George Gadamer dice que la poesía es como la moneda de oro, mientras que el lenguaje instrumental de nuestras hablas cotidianas es como una moneda de hierro. ¿Cuál es la diferencia?

La moneda de oro lleva inscripta en su cuño una relación de equivalencia, un equinoccio entre los signos y las cosas. La relación de equivalencia es la que se da entre el valor sellado en el cuño y el valor de su peso en oro. Es así porque el lenguaje poético guarda en sí mismo su propia referencia. La poesía es el lenguaje que habla de sí. Los signos poéticos son equinocciales, porque hay una identidad entre el decir y lo dicho. Cuando Manuel J. Castilla dice, por ejemplo, “Me sé quedar a veces lleno de lejanías” no significa otra cosa que «quedarse lleno de lejanías», y sólo desde esta lógica podemos comprender el poema. Cualquier otra palabra entorpece la magia. Es un sentido que se autoconstruye desde el decir mismo.  La poesía es el lugar adonde el lenguaje se reinventa en el brillo del oro, para no aniquilarse en las opacidades del hierro.

Porque en el lenguaje corriente nuestros signos no son para nada equinocciales, son asimétricas monedas de hierro que prometen más de lo que pueden dar. Su valor se basa en una convención, en un referencia que trasciende su propia realidad. Estas monedas solo funcionan para cambiarlas por papas y tomates. Están constituidas por una desproporción entre el valor inscripto y su valor como cosa, que se anula a sí misma. Las palabras del lenguaje corriente tienen solo un sentido instrumental, en la medida en que su naturaleza está en sus posibilidades de intercambios, en sus efectos performativos.

Pero, además, en sus versiones más clásicas la poesía es equinoccial en sus formas: las equivalencias métricas, las estrofas, la rima. Qué mejor equinoccio que una cuarteta perfecta.

Por último, los tropos que componen el lenguaje poético también están constituidos por relaciones de equivalencia, igualdades entre el día literal y el doble sentido nocturno. Las metáforas son equinoccios de significación. En sus arterias hay equivalencias invisibles.

Entonces sí, tiene qué ver y mucho el equinoccio con Horacio y Quevedo, y con todas las voces poéticas de este mundo.

Bienvenido entonces este equinoccio de otoño, bienvenido el día mundial de la poesía.

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