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ISSN 2684-0626

 

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Horror pueblerino del infierno grande

Sobre una posible lectura de “Las culpables”, uno de los cuentos de Pueblo chico, de María Diaco (La Papa, 2023)

Por Mario Flores |

Se dan casos en los que la naturaleza de la sinécdoque no ejerce una representación ciertamente homogénea de lo que puede llegar a prevalecer en el mecanismo de todo el conjunto que supone la obra: ni un hit único lo dice todo en relación a un álbum, ni un solo cuento puede dar cuenta de todo lo que un libro puede llegar a generar. Como un reverso del mismo desplazamiento, la parte por el todo se desprende de una pretensión temática (o de recursos lingüísticos que, como trucos de magia aprehendidos ya en la memoria muscular, llegan a formular un así denominado reconocimiento o, para el extremo de las declaraciones, estilo) para generar ciertas piezas de muy extraña causa y efecto dentro de la compilación, a tal punto que suelen superar al mismo (el distópico “Por favor no disparen a los árboles” en el genéricamente ortodoxo A merced del viento de Patricia highsmith; o la ficción del caos mental -thriller, para algunos- de “Solo vine a hablar por teléfono”, en medio de la prosa ya conocida en los otros once cuentos peregrinos de García Márquez).

En la contratapa de Pueblo chico (La Papa, 2023) María Lobo ubica los ocho cuentos de María Diaco dentro de una tradición literaria cuya inscripción sostiene un movimiento dual, que ronda la tensión tal vez entre los sitios comunes de lo regionalista y el constante cuestionamiento de un imaginario. Si pensamos en El asesino de chanchos como un conjunto que responda a un ejemplo de ecosistema en el que las piezas representan un carácter tanto ubicable en universos y territorios dramáticos (y argentinos) como en sus recursos a la hora de concebir un lenguaje para ese ecosistema, ese tono y modo de contar, encontraremos también la infrecuencia ambigua de un texto como “Una visita al señor” -el último cuento del libro-, en el que lo esotérico es habla mágica trastocando el realismo minimalista de los relatos anteriores.

Siempre habrá, al parecer, en algunas compilaciones (entiéndase un libro de cuentos en clave de arte conceptual, un método y un montaje que impele a la corrección milimétrica de pensar qué cuento y por qué, y no sólo un amontonamiento de archivos sueltos) una pieza que trastoca o reconfigura lo que venía -cómodamente- sucediendo hasta el momento.

En “Las culpables”, el quinto cuento de Pueblo chico, la narradora agudiza los sentidos de la narración en pos de comprender lo que sucede: ni más ni menos nos es revelado, lo que permite que una especie de camarografía de la primera persona no se contamine con monólogos interiores ni abstracciones descriptivas. “Como si el destino me estuviese advirtiendo o preparando”, dice y marcará el aceleracionismo de la coyuntura social y criminal, la aventura del pensamiento innato del impulso sanguíneo: la frontera que no es puerta de apertura sino retroceso a lo aborrecible. La narradora acaba de llegar al cuento: no es un personaje que aterrice de soslayo como argumento testigo, sino que se involucra en la escenografía nacional, luego local, y más aún, a ese prototipo macondiano y tropicalísimo de Pueblo chico. “Desde el otro lado del océano, me llegaban a diario las noticias trágicas”. En el afuera, el relato de lo foráneo se protege de la naturalidad cárnica de lo pesadillesco: el crimen es material cinematográfico y la violencia una guerra celular, sólo allá en la lejanía del páramo tercermundista se sabe de la tragedia y el horror.

Se entiende que los sitios de frontera son lugares a los que solamente se puede ir a morir: la miseria, la desidia y la decadencia son paisaje tradicional y fácilmente asimilable a esta altura de los hechos, porque la naturalidad con la cual se pronuncia la podredumbre y lo excrementicio repercutirá en lo orgánico del relato: en la primera página se instala náusea y el miedo (“se me ocurrió decirle [al taxista] que tenía ganas de vomitar, que estaba mareada por el humo y por el viaje; me miró fijo por el espejo y con un movimiento de fastidio y sin decirme nada, dio una última pitada, me llevó con la urgencia de quien lleva una parturienta en el asiento trasero”); en la segunda página la repugnancia y la bronca ([a una adolescente en uniforme escolar] “desde la estación de servicio, desde el grupo de muchachos que limpian vidrios en el semáforo y desde las mesas del bar de la esquina se alzó una ola hostil y pornográfica de silbidos y exclamaciones […] otra vez la misma impotencia, la sensación de tener los nervios expuestos al aire, un golpe eléctrico que nace en el corazón y termina en la punta de los dedos. Un instinto primitivo de supervivencia y muerte”); y más adelante la sed y la aprehensión de quien se abisma en el enfrentamiento indolente con la realidad caótica del orden de lo corriente ([ante una mujer en la verdulería] “fue entonces cuando me encontré con su rostro. Todavía no puedo sacarme de la cabeza aquella imagen: la boca sangrante, los ojos hinchados, apenas visibles. No pude decir ni una palabra”.) y se vuelve lo pesadillesco nominal, se invierten los polos magnéticos de un drama cuya contundencia se mantiene pasiva puertas adentro, y lo destructivo se narra en lo subrepticio, en los silencios intermedios.

Las mujeres violentadas y golpeadas, acosadas y asesinadas en el cuento, leen también una serie de referencias cabales del imaginario fósil: lo que una sociedad anclada en el romanticismo televisivo de fin de siglo encuentra en La casa de los espíritus -y por extensión a toda heterosexualidad novelada en y post boom- de Isabel Allende, la narradora encuentra evidencias que la retrotraen al abuso y la indefensión, la lectura de la víctima y la memoria de la crueldad: “Lo había leído en la secundaria, todavía tengo grabado en la memoria los abusos de Esteban Trueba a las hijas de los peones”; se ubica el núcleo del relato en la violencia, no en la sensibilidad ilustrada y principesca que encarnará Meryl Streep. Al decir de Sara Ahmed, es ésta una lectura de “feminista aguafiesta” que centra la problematización constante en el drama orgánico de lo que narran los cuerpos, y no el discurso justificante de la prosa por elocuente que suena. Los hijos eternos que matan madres serviles, los esposos golpeadores que presumen conciencia tranquila, los vecinos femicidas de toda la vida, están ahí y actúan en efecto con notoria (o notable) impunidad y solicitud tanto en el relato como en la vida real. No es que se escondan: ni siquiera la narrativa les destina párrafos ya que el horror se desliza entre lo normal y lo monstruoso.

Cerca del final, María Diaco elucubra resoluciones más atractivas que la especificidad del conflicto: la violencia y lo sistemático versus lo humano y lo idiota no es ya una combinación que represente el cuestionamiento a la materia de este eje, esta inscripción en la “cuestión urgente” -Lobo- que abren y cierran los cuentos de Pueblo chico, pero sobre todo “Las culpables”.

“¡Ya sé! -dije encendida- Lo tiremos al pozo”. En Dolores Claiborne, de Stephen King, que también está narrado en primera persona y escenifica verbalmente (memorialmente) las peripecias del acatamiento fatídico de ser mujer en un mundo de hombres, el pozo es agujero del lenguaje además de abismo terrestre. Aljibe o fosa séptica, allá van a parar los argumentos y las prosas ornamentadas, las ficciones metalingüísticas mediáticas y las estadísticas del Ministerio de Capital Humano. Dolores Claiborne descubre la pedofilia intramuros, en su propia casa (como quien dice, su propia piel, que la ha construido y mantenido cual santuario del pobre, porque por supuesto que es la mujer la que sostiene -y paga- la idea de un hogar posible, de quien fabrica estas noticias trágicas), y decide engañar -elucubrar un relato- a su marido pederasta para lograr que éste caiga en un pozo del patio. En “Las culpables” el plan es una fantasía corpórea que ni se discute ni se dramatiza. Y despojando el elemento memorial de la voz, sólo una versión es la posible y fáctica, aquella que aún espera ver cómo se convierte en relato testimonial, pero el cuento finaliza antes de saber cómo la narración se convierte en pasado absoluto de un policial que nunca fue policial, sino más bien el desplazamiento del tejido mental hacia esas otras zonas, donde lo que se juzga locura se desmembra con justicia.

Sucede que los relatos acostumbran a ubicar la muerte en pedestales prohibitivos (tanto el cliché de la aliteración como el negacionismo infantojuvenil) y esto logra lecturas hipócritas que representan un eje según las intenciones previas que lo reducen en términos literarios y estéticos (cuento sobre violencia de género, cuento sobre femicidio, cuento para el mes de la mujer, cuento de temas sociales, cuento para estudiantes de secundaria, cuento costumbrista, cuento neocostumbrista, etcétera: todas etiquetas que responden a consumos mercantiles, no literarios); pero si ubicamos la aventurada decisión de instalar nuevas instancias y recursos narrativos en medio de la desmantelación de estos viejos mitos -y etiquetas comerciales-, se percibe un dejo de animalidad textual que revela lo ya probado como realismo, y se atreve al aceleracionismo surreal de un mundo hecho pedazos: “Pienso que no van a tener dudas de tres pueblerinas como nosotras”.

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