Sobre Siempre anochece (Vinciguerra, 2024), de Silvina Rufino
Por Mario Flores |
Ni todos los bebés son tiernos ni todos los viejos son sabios. Y en la actual dictadura de la mansedumbre contemporánea, donde los lectores se afincan en la literalidad de la identificación, parece más que necesario recordarlo: la humanidad en sepia, que necesita ayuda para cruzar la calle de un mundo en constante declive ambiental e intelectual, cuenta los segundos que le quedan de vida con el ímpetu de la resignación ansiando la confirmación de un posible paraíso.
Claro que la portada de Siempre anochece, tercer libro de relatos de Silvina Rufino (San ramón de la Nueva Orán, 1958), muestra una mujer en tono sepia, pero esa paleta de colores no puede reducirse al imaginario de la simpleza del otoño de la vida -como le dicen- sino que la supuesta pasividad se revela en sentires cotidianos: tan cotidianos como negados, tan verosímiles como contundentes. La naturalidad es, entonces, la voz que narra desde el desapego y el rompimiento de la obligación de narrar desde lo conmovedor. Y lo conmovedor es también aquello que no reafirma el cliché de la vejez: que los viejos no se enamoran ni tienen sexo, que los viejos observan con mayor soltura filosófica los avatares sociales, que las viejas son todas abuelas tiernas, que los ancianos no son asesinos ni criminales, que los achaques de la edad se reciben con estoicismo cristiano. Mentiras del relato social, cuyo objetivo ubica a este sector en la inacción pasiva de la realidad. Hay jubilados que celebran que repriman jubilados, y hay abuelas que queman vivas a sus nietas, y hay viejos que venden fotografías de sus bisnietas a pedófilos en línea.
Son veinticinco cuentos cortos, todos sobre la temática de la vejez, creando una secuencia de escenas -episodios, para leer en clave de serie- que buscan romper con la versión conocida de la calma de los mayores, proyectando un conjunto de personajes que operan en lo urbano y lo mental, la enfermedad y la muerte, los laberintos decadentes de la estructura familiar y, también, las diversas resistencias del amor en contextos donde parece haber desaparecido por completo. Si a esto se le añade como fondo el paisaje del trópico salteño, territorio de frontera y escenario muchas veces retratado como bucólico cuando en realidad prima su salvajismo selvático y la hostilidad del otro, se encuentra una serie tan realista que nadie podría dudar de que cualquiera de estas ficciones breves saldrían cómodamente en los canales de noticias.
“Inseguridad”, acaso el texto más logrado del libro, trata sobre el trance cotidiano -y naturalizado- del temor de una población que lo piensa dos veces antes de salir de casa: “la calle estaba peligrosa y el blanco preferido era la gente mayor”, esa es la premisa. Pepa sabe que debe cuidarse, tomar precauciones, planificar cada paso para no ser otra de esas viejas desvalijadas que siempre se ven en los titulares; el vértigo de tomar un colectivo converge con el goce de aún poder moverse con independencia, sin habitar el sentimiento dañino de la culpa impuesta por los jóvenes indolentes (“La idea de alterar la ajetreada jornada de los hijos ya la incomodaba, si algo no le gustaba era depender y sentir que molestaba”), pero como Pepa no es una viejita gagá ni un personaje que se mueve en las sombras, mira a todos lados para corroborar que el mundo sigue siendo el mundo.
“La gente aún es amable”, piensa cuando le ceden el asiento en el bus; pero el pasajero con visera que se sienta a su lado se revela como amenaza, un dejo clasista que le confirma que está siendo robada: el sobrecogimiento de la vulnerabilidad en una actualidad que arrincona a los mayores a permanecer inmóviles y patéticos. “Dame el reloj, no demores porque te perforo el intestino”, le dice al pasajero mientras le posa la aguja de tejer en el vientre. Entonces lo desafiante no es la extimidad que los posterga sino comprobar que aún hay sangre corriendo por las venas. Celebra la valentía con sus amigas mayores, que sí se juntan a tejer y comer budín como manda el relato social, pero la especificación del conflicto se vuelca hacia sitios más luminosos: “celebraron su hazaña, la consideraron una reivindicación de tantos ancianos vulnerados por algunos desalmados, se olvidaron de tejer, pasaron la tarde riéndose y festejando, no paraban de hacerla repetir la hazaña hasta el último detalle”.
Las nueve ilustraciones de Ivanna Arbol que se entremezclan con los cuentos son delicadas y nostálgicas: manos arrugadas, contenedores de basura, hadas y perfumes, fotografías descoloridas y semblantes arrugados. En cada una, el detalle de los colores generan un boceto del recorrido: “Vacío” y “Emma y yo”, son algunos de los contrapuntos de este libro que completan la serie propuesta como un trabajo final de la Maestría en Escritura Creativa de la Universidad de Salamanca. En el primero, Gervasio es un viejo ogro que parece ser parte del paisaje del pueblo: los personajes también son íconos en decadencia, los “conocidos por todos” que hay en plazas y paseos, y que al atravesar el relato no se romantizan en la sabiduría ni el nirvana ni en las neblinas del Alzheimer, sino que son mortales con sus miserias y sus egoísmos, sus dolores íntimos ocultos y sus prejuicios. “Debió ser un hombre atractivo, ahora es solo un anciano sin luz. Sus modales le valieron en el pueblo el apodo de ‘ogro’. Muchos le temen. A veces llora por las noches”, dice el cuento, con esa fluidez que desarma la conveniencia de mitificar la tercera edad. El llanto de los ogros, la debilidad de los duros, es por ahí que se construye la muerte sin mayor preámbulo ni resolución que una caída. “Se derrumbó como otros añejos árboles de la plaza en la última tormenta”. Una simple caída, a cierta edad -o a cualquiera, en realidad- se revela como el punto cúlmine de la narración: el lenguaje poético de las descripciones de Silvina Rufino es palpable pero no lánguido, y este libro marca, así, un evidente avance y evolución con respecto a los tonos y atmósferas con que se narran los cuentos de su libro “Corazón adentro” (2021).
En el segundo (“Emma y yo”), el relato que inaugura la serie de “Siempre anochece”, recuerda al ejercicio de la voz ulterior de “Soy un gato” de Natsume Soseki y “Flush” de Virginia Woolf, porque la apuesta estética de apenas una página desafía los ángulos de visión. Beppo es el gato de Emma, una asidua lectora de las obras completas de Borges que, con su gato en el regazo, pasa las tardes grises imbuida en los devenires de la literatura (acaso la única compañía, aparte del felino, que la conoce verdaderamente). Hay literatura en los cuentos de Silvina Rufino: Paul Auster y Blanco Belmonte, Ruben Darío y poetas anónimos que, confinados en asilos y geriátricos, rememoran versos ajenos y propios. Por eso este entrecruzamiento de “Borges y yo” con “Emma y yo”, que funciona como base ontológica y referencia anacrónica, para volverse actual y en tiempo presente. “En vano intento entibiar su cuerpo con el mío”, dice el gato, o lo piensa mientras lo leemos, en un desdoblamiento espacial.
Escribir es también cerrar las páginas.
(Tartagal, 1990) es escritor y editor. Recibió el Premio Literario Provincial de Salta en Categoría Cuento por Necrópolis (2018). Publicó las novelas Hikaru (2018), Cacería (2022) y El poder de los elementos (2022), todas a través de Editorial Nudista. En 2023 publicó Paisajes radioactivos: Frontera, crisis y estética del caos en la literatura de Tartagal, 1992-2022, su primer trabajo de no ficción.