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ISSN 2684-0626

 

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Las preguntas del narrador

¿Se puede contar una historia sin narrar?

Por Lucas Daniel Cosci |

¿Se puede contar una historia sin narrar? La pregunta, claro, encierra una contradicción deliberada. En todo caso, habría que decir, ¿se puede contar una historia sin sostenerla en un discurso formalmente narrativo? ¿Se puede narrar como si las cosas estuviesen sucediendo con independencia de la voz narradora? ¿De qué estoy hablando?

Por ejemplo, para tomar un clásico de Cortázar, en vez de empezar como el principio de “La noche boca arriba”, con algo como: “A mitad del largo zaguán del hotel pensó que debía ser tarde y se apuró a salir a la calle y sacar la motocicleta del rincón donde el portero de al lado le permitía guardarla”, hacerlo con el de “Circe”: “Porque ya no ha de importarle, pero esa vez le dolió la coincidencia de los chismes entrecortados, la cara servil de Madre Celeste contándole a tía Bebé la incrédula desazón en el gesto de su padre”.

¿Cuál es la diferencia?

En ninguno de los dos casos se nos informa sobre quién es el sujeto del que se habla. Eso va a ser una revelación posterior y probablemente a medias. Pero mientras en el primer ejemplo el narrador presenta las condiciones de espacio-tiempo y algunas circunstancias de lo que se viene; en el segundo, solo se nos entrega una señal de un posible conflicto del que no sabemos nada y que a lo largo de sus páginas se irá desembrozando. Lo único que encontramos en el comienzo es una invitación a la sospecha.

En el primer caso, se trata de la clásica forma del discurso narrativo lineal, secuencial, que puede o no tener rupturas espacio-temporales, pero que referencia los hechos de una forma más o menos directa y sucesiva. Cortázar se permite contar dos historias que parecen paralelas, porque la unidad narrativa está garantizada por el orden discursivo que las entrelaza con maestría en una convergencia inesperada. Lo ruptural está en el trenzado de dos planos temporales de una misma conciencia. Es el caso de los cuentos y novelas clásicos: Poe, Maupassant, Hemingway y hasta podríamos avanzar a Raymond Carver, y una tradición que llega hasta nuestros días. Lo llamaremos relato unitario.

En el segundo caso, tenemos un discurso errático que no menciona los sucesos sino por vagas alusiones que piden una apuesta del lector. Las historias se muestran con la densidad de una nebulosa y el lector nunca está seguro de las cosas que suceden ante sí. Monólogos directos o indirectos, alusiones desenfocadas, diálogos de vagas atribuciones, frases inconexas, insinuaciones entre signos de pregunta, fragmentaciones del discurso y otros procedimientos. La unidad narrativa aquí está puesta en entredicho, es un arduo rescate del lector, una labor de construcción que llegará hasta el punto final. Es el modo de narrar que encontramos en el Cortázar de Circe, en Onetti, en la Samanta Schweblin de Distancia de rescate, en algunos cuentos de Alejandra Kamiya, en Fernández Losa, para nombrar un cercano, y en buena parte de la narrativa que se escribe hoy en Argentina y en el continente. Lo llamaremos relato disgregado. Disgregar como dividir, estallar, romper un bloque.

¿Esta distinción es correlativa con el hecho de que el narrador sea en primera o en tercera persona? En cualquiera de los casos, el punto de vista no marca diferencias.

Son dos estrategias para asumir la construcción del relato. ¿Existen razones para pensar que una modalidad tenga mayor eficacia narrativa? ¿O solo se trata de cómo nos movemos en esas aguas, de ser conscientes de sus posibilidades y de sus límites? Quizás lo que importa es mantener algún tipo de comando, tener en claro el suelo que pisamos.

¿Cuánto ganamos y cuánto perdemos? ¿Cuáles son los riesgos, si, por ejemplo, somos escritores no profesionales?

El relato clásico es más propicio al orden, a la claridad, a la unidad; suele ser un relato de mayor linealidad y transparencia. El lector sigue la acción sin un esfuerzo denodado y suele alcanzar una representación más limpia. La unidad e inteligibilidad de lo narrado no están puestas en peligro. ¿Qué perdemos? Tal vez la espontaneidad, la verosimilitud, el efecto de realidad, pueden resultar comprometidos cuando no lo hacemos con el debido oficio. Los sucesos pierden autonomía respecto de las palabras.

Entonces, ¿para qué aventurarnos en un relato disgregado?

Sucede que al hacerlo es posible obtener un efecto inusual en las formas clásicas de contar una historia: la sensación en el lector de que los hechos tienen una lógica independiente de las palabras, de que el lenguaje no llega a dar cuentas de todo, de que la complejidad de lo real lo excede. Ponemos al lector en situación de com-posición: es alguien que está coaccionado a “poner” parte de la escena. Sus representaciones son difusas, caóticas, nunca acabadas. Hay una realidad que no se deja aprehender en todos sus momentos.

¿Lo que perdemos? El botín de la apuesta en este caso es el lector, que puede quedar en situación de rehén. Porque ponemos en riesgo su fidelidad. Las cosas adquieren tal autonomía respecto de las palabras, que el lector puede llegar a quedarse con las palabras y sin las cosas. Puede eventualmente saberse violentado.

En el relato unitario las cosas suceden porque alguien las narra; en el disgregado, las cosas suceden a pesar de que alguien las narre.

Con la metáfora del iceberg, se diría que para el relato disgregado la parte oculta está resquebrajada.

El relato unitario aparenta ser un terreno más firme, sobre todo para principiantes. Asegura unidad y transparencia. El riesgo es la simplificación ingenua, la artificialidad. El relato disgregado puede generar un efecto de realidad, en la medida en que postula que hay algo más complejo que las palabras que lo narran. Pero es un terreno cenagoso. El riesgo es la dispersión y la opacidad.

¿Qué cabe hacer para lograr un relato funcional, verosímil, atrapante y al mismo tiempo complejo, sin simplificaciones? ¿Con cuál de estos modos contar nuestra historia?

En nuestra tradición podemos encontrar grandes, inolvidables textos que expresan las dos alternativas. Quizás no sea prudente señalar supremacías. Quizás solo se trata de modular un estilo y de acertar en el tipo de discurso que nos pide la historia que narramos.

De nuevo, ¿se puede contar una historia sin narrar?

Lo dicho hasta aquí no es más que un esquema de análisis para pensar el arte narrativo. No deja de ser artificial, como cualquier análisis. Los verdaderos relatos y novelas, aquellos que nos arrastran con sus vibraciones y temblores, pueden asumir características cruzadas, pueden eventualmente conjugar unidad y dispersión, opacidad y transparencia.

Un relato siempre tiene algo insondable.

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