Entrevista a Mariano Quirós, a propósito de Purirú (Alfaguara, 2025)
Por María Lobo |
En una entrevista para Télam —con motivo de la publicación de uno de sus libros más célebres, La luz mala dentro de mí—, Mariano Quirós trazaba algunas ideas respecto de la relación de su literatura con su ciudad natal, Resistencia. Era el año 2017; Mariano le decía a Emilia Racciatti: “Nací en el Chaco, viví casi toda mi vida en Resistencia. Es un territorio escandaloso y, para mi gusto, muy literario. Sobre todo el interior de la provincia —que es muy distinto a Resistencia, casi dos opuestos—, y que me genera tanto miedo como encanto. No es que conozca mucho el interior, hasta diría que no lo conozco. Pero por eso mismo me gusta escribir desde ahí, ubicarme ahí, para escribir como al tanteo. Que los personajes —y yo con ellos— se sumerjan como exploradores en ese paisaje un tanto áspero y de belleza incómoda, por decirlo de algún modo. Que sea una aventura y una revelación”.
No ha pasado tanto tiempo desde aquellas declaraciones. Sin embargo Télam, esa ineludible agencia que permitía encontrar las coordenadas del arte de nuestro territorio argentino, ya no existe. El portal ha desaparecido. Pero no sus resonancias. Porque las desapariciones siempre habrán de transitar en regresos permanentes. Ocho años después, las palabras de Mariano se deslizan a este presente bajo la forma de un nuevo libro. Los vacíos devuelven presencias.
En en Purirú —su nueva novela, editada por Alfaguara— donde Mariano tramita el regreso al presente de todo aquello que este tiempo intenta mantener silenciado. Y en ese ejercicio recupera, una vez más, el territorio que le pertenece y que las lectoras y lectores asumimos como propio. Aquel espacio que Mariano viene trazando, libro a libro, desde una monumental situación de periferia. En el mundo de Purirú el autor se ubica, una vez más, en esos territorios desplazados —los pueblos a la distancia, agazapados en las nervaduras laterales de las ciudades capitales de las provincias—. Desde allí emergen dos gestos que siempre han distinguido la narrativa de Mariano. Por un lado lo evidente: sus historias nunca confunden los márgenes y los centros provincianos; por el contrario, arrojan claridad en torno a la diferencia entre la vitalidad de los pueblos que se forman y deforman en los libros de Mariano, distantes en amplios sentidos de la media altura específica de lo que significaría narrar a la provincia como ciudad. Por otra parte, esa elección del autor de poner en palabras los puntos desconocidos de los mapas jamás deriva en los paisajes costumbristas que las lectoras y los lectores suponemos —que los pueblos de provincia son insoportablemente calurosos, polvorientos, mugrosos y están habitados por seres que piensan desde la simpleza y la suciedad—. Por el contrario, Mariano Quirós compone un mundo imaginado a partir del tanteo —no en las fáciles certezas—. Y de ese modo construye, como sólo pueden conseguirlo unos pocos, un territorio de revelaciones y luminosidad.
La Cambá, Mateo y Mercedes, personajes a la deriva en este paisaje de Purirú, componen —a fuerza de imágenes de agua y humo, de ternura y compasión, y de un lenguaje exquisito— un nuevo paraje desconocido en el universo Quirós.
—Me gustaría empezar esta conversación hablando no tanto de la trama de la novela, sino de su tonalidad. Porque Purirú es una obra de matices. El matiz es la presencia de esta historia. Y lo es a partir de un narrador muy particular. Uno que acompaña a una serie de personajes de fronteras lejanas, a los que se supone distintos. Provincianos. Pero ese narrador —que arranca como la voz de Mateo, un adolescente pobre del litoral— no habla ni piensa como pobre. Es una voz de una fuerza inusitada precisamente por eso. Sofisticada, inteligente, exquisita. Señala cosas. Por ejemplo, que “en el fondo del río no se ve tan oscuro como podría suponerse; predomina un tono verdusco amarronado, ribetes de suciedad que permiten, sin embargo, hacerse una idea de los elementos y las formas que hay alrededor”. Hablemos de ese narrador que, por todas estas razones, nos incrusta a Mateo en el corazón.
—Será una voz sofisticada, inteligente, etcétera —que es una idea tuya, claro, nunca diría eso de mi propio narrador—, pero también siento, también quiero creer, que es una voz llena de incertidumbre. Como las voces de los personajes de Purirú, como la manera que tienen de comportarse. Desde una cierta complejidad. Como se mueven los personajes de los textos literarios, que nunca hacen lo que la lógica de la realidad establece y que, aun así, consiguen que asumamos como verosímil ese comportamiento. Hace unos días caminábamos con mi hijo —que es porteño, de siete años— por el centro de Ituzaingó, Corrientes (cuyo paisaje usé para la novela, cuyo paisaje deformé, debería decir), y cuando llegamos a una esquina, mi hijo se arrima y me dice al oído: ¿viste que en Ituzaingó hay mucha gente quieta? Además de reírme, miré alrededor: había una mujer de espaldas a una vidriera, efectivamente quieta; un viejo tocándose la barba en medio de la vereda; dos perros desparramados como chanchos; un tipo que fumaba recostado en un poste. Cada uno miraba hacia un punto perdido —“perdido”, digo, para uno, por supuesto, que no es quien mira—, como ocupados en una contemplación más o menos trascendente. Puede que no hubiera más que eso, gente quieta, gente que espera a otra gente, o gente que no tiene nada que hacer. Pero, como yo tampoco tenía otra cosa que hacer, me puse a imaginar qué pensaba cada uno, incluso qué pensaban esos perros, que en su desparramo parecían sin embargo tan concentrados. ¿Qué tipo de torbellino los abrumaba, qué tipo de dejadez, de sometimiento, de liberación? El narrador que imaginé para Purirú está metido en esa atmósfera, preocupado y encantado a la vez. Y por eso mismo está lleno de incertidumbre, como los personajes a los que le toca acompañar.
—Hablemos también de la idea que se señala en ese párrafo. Acerca de cómo la oscuridad y la mugre no son tan oscuras ni tan mugrosas.
—Es que va de suyo, como suele decirse. Es el ejercicio literario que hacemos. Tengo un libro de cuentos que se llama La luz mala dentro de mí, que al fin y al cabo no es una luz tan mala, sino que es una luz que pretende iluminar diferente. Yo lo digo así, con una cierta solemnidad, pero es cierto. Como soy chaqueño, cuando dije “la luz mala” me quisieron conectar con el mito rural —y yo lo permití, porque no eran prejuicios míos—, pero leído con más ganas ahí también está El asesino dentro de mí, novela criminal de Jim Thompson y película de Michael Winterbottom. Yo aspiraba, precisamente, a que se leyeran los matices, las manchas. Pero bueno, esa era mi pretensión. Quizás el asunto era más simple, aunque no dejo de pensar que de mí se espera que escriba sobre mitos regionales, cosa que, a mí manera, podría hacer. No me espanta. Como sea, la oscuridad y la mugre nos acompañan siempre, y también la posibilidad de amar y resplandecer, aún así estemos cubiertos de mugre.
—Te voy a llevar a una referencia que me aparece a mí cuando me encuentro con tu escritura. El nombre de Truman Capote. Y te voy a llevar a una discusión que existe, por lo menos en mi mente, entre los libros de Truman y otros autores que escribieron sobre el sur de Estados Unidos, como Flannery O’Connor. Podríamos decir que los libros de Truman discuten con los de Flannery porque los personajes desposeídos de las historias de Capote piensan en complejo y porque, precisamente, esas historias están plagadas de formas otras que aparecen entre cierta suciedad. Para mí, lo que hace Truman es lo que hacen tus libros. Y, en ese sentido, tu trabajo discute con el de otros autores y autoras que también escriben sobre las provincias, pero que nunca pueden salir de la supuesta mugre.
—Me encantan los dos, me encanta el ensayo que armaste en ese párrafo. Yo creo que es una cuestión de humor. Truman Capote es pura vitalidad, se ríe, llora a los gritos, es una expresividad delicada, pero expresividad al fin. Su libro que menos me gusta es A sangre fría, precisamente porque es trabajoso —para él lo fue—, porque no se permitió —capaz por improcedente para el caso— el humor que se permitía en sus cuentos, en sus novelas, donde además campea siempre alguna forma afectiva, alguna forma de la ternura.
Flannery O´Connor es más seria, más adusta (no sé si no estoy repitiendo tu sentencia); y aunque me gusta mucho leerla, me deja también cierta pesadez. Debe ser efectivamente eso que decís. Yo, como provinciano, y como provinciano que lee, escucha, atiende y se abruma con la vida cultural urbana, encontré una forma de hacer chocar esa urbanidad con el alma que, se supone, corresponde a un provinciano. Y de ahí surge un ruido particular, que llama la atención de los menos enterados.
—Sigamos con Truman y Flannery, ¿tal vez Flannery es una escritora atravesada por la clase? ¿Y por eso les hace hacer cosas esperables y oscuras a sus personajes? ¿Tal vez, en el fondo, sólo los despreciaba?
—Ay, no sé. Pero qué escritor, qué escritora no está atravesada por su clase. Lo que hacemos, en todo caso, es recrear una manera de sentir. Pienso en Flannery O’connor y no puedo desprenderme de sus condiciones de escritura, de los sentimientos y resentimientos que la habrán atravesado. Claro que, en ese sentido, podríamos decir lo mismo de Truman, pero él era quizás más expansivo, más arriesgado. O tenía otro tipo de pretensiones. No sé, al final vas a conseguir que diga que sí, que Flannery O´Connor no podía desprenderse de sus prejuicios y de su condición.
—En este mismo sentido, ¿tenés alguna hipótesis de hacia dónde iremos en el futuro como campo cultural, de la mano de esas escrituras que no parecen querer salir de mostrarnos la crudeza y la supuesta mugre que, de acuerdo a las teorías imaginarias, habita detrás de las fronteras?
—No puedo tener hipótesis sobre nada en un momento en que el campo cultural está siendo tan atacado. Lo que puedo, es tener deseos, expectativas, algo como una esperanza. Pero esperanza en qué. Lo que elijo, en todo caso, es aferrarme a algo que escribió hace poco Raquel Robles y que resumo de mala manera: recuperemos la utopía. Imaginemos una utopía posible y dejemos atrás las distopías, la pereza de repetir formas del apocalipsis cuando el apocalipsis lo leemos en las redes sociales a cada rato. Tengo un hijo, sería un ingrato con él si dedicara mi imaginación a oscurecer aún más el mundo (cosa que, por otra parte, puedo hacer con facilidad y es probable que siga haciendo). El pesimismo, por así decirlo, puede que sea más verosímil, pero también por eso es más perezoso. Quiero creer que en Purirú, que cierra con una sonrisa maradoniana, se impone algo de luz.
—Y a propósito de fronteras y territorios provinciales. También nos encontramos, en Purirú, con una mirada acerca de los territorios y lo que se entiende como real. Mateo mira un cuadro y piensa que lo que está pintado en esa obra no se corresponde con lo real. ¿Es ahí donde se sitúan tus procesos de escritura?
—Sí, claro. Así como a César Aira le irritaba que le dijeran “cómo me reí con tu última novela”, a mí me irrita —aunque no sé si es irritación, tal vez sea frustración— que me digan que tal o cual paisaje, tal o cual comportamiento, son así como yo los describo. Para qué escribir si no haré más que ofrecer aquello que está a la vista y consideración de cualquiera. Más interesante sería confundir. Que vengan a explicarme —como los hombres que explican cosas— que esto o aquello no es así como yo lo postulo. Que tal o cual acontecimiento no pudieron ser nunca de la manera en que yo los planteo, que los hombres y mujeres que yo digo no se ajustan con el paisaje que mi eventual narrador propone.
—Hablemos de otros desprendimientos de esta novela en torno al concepto de lugar. Porque los personajes tienen nombres de lugares. Y está todo descentrado. Un hombre que se llama “Mercedes” y una mujer cuyo nombre es “Paraná”.
—Qué belleza. Me encanta sentir que ubico, que encuentro el momento apropiado, el lugar justo en que aquello que parece no corresponder con el lugar o el nombre que le toca, se aparta, se desplaza. Que puedo nombrarlo, señalarlo con el dedo, y que aparezca, otra vez, una forma de absurdo. Ya sea desde el nombre de las cosas como desde el territorio que les asignamos. Como en un cuento que escribí hace mucho que se llama “Cazador de tapires”, donde aparecía una computadora de oficina en un rancho perdido en medio del Chaco. Hay como una mancha en esos detalles, un llamado de atención nada sutil aunque, para mí, determinante. Hace años participé de un taller junto a docentes del nordeste, y a la hora de las presentaciones, muy compungido, un profe de Lengua dijo su nombre —Mercedes— y se sintió en la obligación de explicar por qué, siendo varón, llevaba ese nombre. Como el personaje de mi novela, este hombre cargaba con el nombre de su ciudad. Desde entonces no dejo de pensar qué hubiese sido de mí si a mis padres les daba por llamarme Resistencia.
—Al mismo tiempo, como en otros libros tuyos como Nuestra hermana de afuera, aparece también cierta discusión en torno a la centralidad de las ciudades capitales. Tus provincianos, cuando piensan en la capital, no encuentran más que ideas sin sentido.
—Sí, pero también encuentran lo mismo en sus ciudades o en sus pueblos, si cabe. Quiero creer que es más complejo, más amplio, que no se trata sólo de la manera en que asimilan, o no, la gran ciudad. Que la cuestión es, si se quiere, más existencial. Esos personajes no se van a sentir cómodos nunca, nunca, dondequiera que estén. La ciudad, el pueblo, el camino, es apenas una circunstancia de la que me aprovecho para narrar.
—La última, hablando de ideas sin sentido. Contale a los lectores qué es el purirú.
—Droga, qué otra cosa. Pero no cualquier droga, porque el purirú tiene la pretensión de cubrirlo todo, de apuntalar la evasión y al mismo tiempo la concentración; de liberar y condenar. Qué sé yo, vayan y prueben.
Fotografía de Mariano Quirós: Alejandra López
Mariano Quirós (Resistencia, 1979) publicó las novelas Robles (2009, Premio Bienal del Consejo Federal de Inversiones), Torrente (2011), Tanto correr (2013, Premio Francisco Casavella), No llores, hombre duro (2013, Premio Azabache, Memorial Silverio Cañada de la Semana Negra de Gijón), Río Negro (2014, Premio Laura Palmer no ha muerto), Una casa junto al Tragadero (XIII Premio Tusquets Editores de Novela en 2017) y Nuestra hermana de afuera (2022). Es autor de los libros de cuentos La luz mala dentro de mí (2016, Premio del Fondo Nacional de las Artes) y Campo del cielo (2019). Junto con Germán Parmetler y Pablo Black publicó el libro de cuentos Cuatro perras noches, ilustrado por Luciano Acosta. Es organizador del Festival literario Mulita, que se realiza en la ciudad de Resistencia, y coordina el taller de narrativa La Luz Mala.

Nació en 1977 en Tucumán. Estudió Comunicación y obtuvo el título de Doctora en Humanidades en la Universidad Nacional de Tucumán (UNT), donde integra el cuerpo docente de la Maestría en Escritura Creativa de la Facultad de Filosofía y Letras. Ha publicado las novelas El interior afuera, Los planes, San Miguel (Finalista Premio Nacional de Novela Sara Gallardo) y Ciudad, 1951 (Premio de Novela del Fondo Nacional de las Artes). Además, es autora de dos colecciones de relatos, Santiago y Un pequeño militante del PO. Más sobre la autora: www.marialobo.com.ar