Por Mario Flores |
Crónica sobre la apertura de la 47° Feria Internacional del Libro de Buenos Aires. La ciudad y sus baches, crítica al estado actual de la religión tweet y cómo es vivir lejos del todo.
Gente para nada extraña saca a pasear animales extintos. Los taxistas tienen la certeza de que lo saben todo. Su destreza mental para la geografía urbana, según el cine y las canciones de Arjona, les ha hecho creer el relato colectivo de que su labor juega entrecruzamientos con la psicoterapia, la geopolítica y hasta una suerte de consejería espiritual más cercana a los resúmenes radiales de noticias y los monólogos de Claudio María Domínguez, que a la tentativa de un discurso de alguien que presume experiencia en los avatares de la encarnación humana. «Vamos al aeropuerto, por favor», le digo. El tipo me dice «Dale, ñaño», y automáticamente tira los dados. Hay gente que presume de tener cierto «radar», algo así como un don innato para escanear la naturaleza y personalidad del interlocutor. «¿Te vas al sur? ¿Trabajas en una minera? ¿Qué tal todo por ahí?». Jamás dije nada, lo tiró él solo. Son las seis y media de la mañana: es muy temprano para refutar. Dejo que le suba el volumen a las zambas de la FM que se mezclan con sus silbidos y tarareos. Es algo para lo que no necesita ejercitar sus dotes adivinatorios: el pasajero no quiere charlar.
«Hoy ha amanecido como siempre, pero el frío se va haciendo intenso / Lo que fue el verano, lo que dicen que fue el verano, pasó», dice uno de los poemas de Raúl Aráoz Anzoátegui que voy a leer a la noche en el Acto de la Provincia de Salta en la Feria Internacional del Libro de Buenos Aires. Lamentablemente el verso se vuelve inexacto apenas aterriza el avión. Buenos Aires está soleado: hice bien en no traer abrigo. Los hijos del otoño somos así: desconfiamos del pronóstico y de los paisajes en sepia. El taxista que me lleva al hotel, esta vez, no me pregunta nada: habla solo, reniega de la gente que prefiere estar bajo la lluvia con el celular en la mano esperando el Uber que darle trabajo a él. «¿Qué lluvia?», pregunto. Me mira por el espejo retrovisor, y el viaje continúa en silencio. Repito: es muy temprano para ponerse a refutar.
El hotel se llama Circus. Tiene pileta, mesas de pool y un mural que dice Buenos Aires completamente rodeado de enredaderas. Las enredaderas son una especie vegetal que siempre despertó mi interés: dicen los que saben que ni siquiera figura científicamente como planta, y necesitan poca atención de los humanos para sobrevivir. Como una criatura mutante, se aferran a las paredes a través de un dibujo misterioso que plasman sobre el cemento. A veces, sus flores son pequeñas y de tonos delicados. Solía tener un sueño en el que estaba cubierto de enredaderas: de los pies hasta la coronilla, envuelto en esas ramas finísimas. Circus es un lindo hotel, pero no entiendo el nombre. Estéril, de limpio blanco general y aire acondicionado al palo, luce más como una clínica. Eso sí, es moderno y juvenil en pleno corazón de San Telmo, pero parece más una clínica que un circo. Solamente una vez en mi vida fui a un circo. Tenía siete años y era aquella época en que el maltrato animal era espectacular y generalizado. Los leones se veían flacos, somnolientos, sus melenas ansiaban destripar vivo al domador. Cuando el espectáculo hubo terminado, mi madre iba haciendo las cuentas en el camino a casa: las entradas, los panchos, un par de Pepsis, la foto instantánea. Eran alrededor de 30 pesos. «Con eso te podías comprar zapatillas nuevas», me dijo. Nunca me olvidé de eso. Me sentí como esos leones que, según la leyenda urbana, se alimentan de los perros callejeros que los cirqueros capturan por ahí. Y una vez, un poco más grande, quizás once o doce años, todavía con el recuerdo fresco de la destreza matemática de mi madre, me animé a preguntarle: «¿Vino el circo?», señalando la carpa verde que estaba rodeada de camionetas viejas a la vera de la ruta 34. «No, papilo, son los gitanos».
El amor por las distopías. Como cuenta Enrique Syms, siempre tuve el capricho de venir a San Telmo. Hay ciertas conexiones iniciáticas y también sentimentales que elijo que me unan a este barrio. Mi barrio, decía antes, cuando era más joven. Sus calles sí tienen mucho de circo: gente con rastas hasta los tobillos que andan en crocs paseando perros miniatura con collares de luces, mujeres vestidas con plásticos fluorescentes y rulos azules se quedan mirando la vidriera del taller de Pallarols, y turistas jóvenes de todos los idiomas posibles se dejan timar en Plaza Dorrego comprando pedazos de palo santo para ahuyentar fantasmas y atraer la abundancia. Viví casi cinco años aquí, pero lo reconocible se vuelve irreconocible: muchos locales ya no están, bares y librerías son ahora persianas oxidadas, los románticos adoquines siguen dando problemas de tránsito. Lo único que se mantuvo fiel en este paisaje urbano de raigambre colonial fue la comisaría de la calle Perú. Básicamente fue lo único que hallé de imperturbable en este panorama húmedo de fines de abril. El ciclo de la vida, le dicen: hay cosas irreconciliables que no tienen nada que ver con el paso del tiempo. Sencillamente nos limitamos a contemplar, en silencio, cómo el cauce del río retorna a su forma original, cómo el alud vuelve a devorarnos.
Está la feria y LA feria. Es hora de decir la verdad: la Feria Internacional del Libro de Buenos Aires -me parece- es un supermercado, su atractivo comercial es lo único que mantiene en vigencia el aura icónica de su supuesta trascendencia. Como espacio para la diversidad bibliográfica, su magnificencia histórica y mercantil sirve sólo a los estándares mediáticos que no tienen mucho que ver con los parámetros en que opera la industria editorial actual. Hay más youtubers que autores, más libros de la basura hegemónica que ediciones independientes, hay más policías que lectores recorriendo los pabellones. Es lo que sucede cuando un templo termina convirtiéndose en un casino. Una sala de tragamonedas enorme, de puertas relucientes pero para siempre cerradas. Hay gente (gente que escribe, gente que publica, gente que adora percibirse como autor) que ama venir acá. Por supuesto, son aquellos a quienes aún los devora el discurso estereotípico del mandato tradicional: ve a la Meca una vez por año, arrodíllate sobre la alfombra ocre, reza las frases repetidas mil veces, y no te olvides de mencionarles a todos cómo ha cambiado tu vida como autor: un ejemplar perdido entre un millar de ejemplares perdidos. La histeria siempre quiere hacerse pasar por literatura. Espacios como la Feria de Editores, la FLIA, el FILBA (sin mencionar las ferias de libro provinciales y los festivales de literatura indie) distan mucho de la parafernalia de La Rural, no por vacuidad sino por una clara diferenciación estética y política. Hace poco me tocó compartir una presentación con dos autoras en Embarcación (Salta), y hablé sobre esto. Sobre la necesidad de repensar cuáles son aquellos circuitos y escenarios que, como autores, decidimos habitar, y cuáles son los condicionamientos preexistentes según la expectativa insana del estándar y el costumbrismo, que definen (o al menos intentan definir por nosotros) el rol de un autor en su comunidad y el sostén de su obra o búsqueda de obra, para las posibilidades de lectura y reflexión en esa comunidad. Después de la presentación, una de las asistentes se acercó a pedirme una foto y felicitarme. Era la ahijada de una de las autoras de la mesa: «me reí mucho cuando dijiste lo de las ferias porque ellas son así, te juro, mueren por ir, les encanta, ansían todo eso». En esa presentación sólo vendí tres libros, pero era la gente indicada en el lugar indicado. Nada es casualidad, menos la risa. ¿Qué clase de religión es esta donde no está permitido reír?
Ahora esta ciudad es más tediosa que furiosa, Gustavo. A veces me acuerdo cuando vivía aquí, pero no me produce lágrimas de añoranza. La querencia, esa tradición tan salteña, se saltó mi generación. Estoy completamente solo en el circo, o al menos esa es la impresión que me da: todo muy ordenado y limpio, la atención es tan cordial que me cuesta creer que es Buenos Aires. Aún no disfruté del patio, ni de la mesa de pool, mucho menos la pileta (no traje malla porque tenía la esperanza de que la invitación de la Secretaría de Cultura de Salta fuera también una oportunidad para escapar unos días del calor de Tartagal) (y porque la última vez que me metí a una pileta fue en 1996), pero es porque el sueño me vence sin querer, no porque tenga el hábito de la siesta. Es uno de los efectos más comunes de la quetiapina: una especie de resaca luego de largas horas de sueño. Ya en el subte, tomo la combinación en Diagonal Norte y escucho a los demás pasajeros subterráneos: «No era el día indicado para este outfit, qué pelotuda que soy», dice alguien cuyo rostro está bañado en transpiración. Todos andan con camperas chorizo (pensé que la sociedad argentina ya había superado esa crisis), sacos largos y borcegos. Todos subimos apurados al vagón ansiando el aire acondicionado, la hora pico en la línea D no incrementa la famosa irascibilidad, sino lo opuesto: tan ridículos con sus buzos tejidos y paraguas, se sienten como prisioneros picando piedras bajo el sol. «Ir por la calle / donde no brilla ni una sonrisa del lenguaje», comienza diciendo el poema «Desazón» de Ida Vitale. En eso voy pensando, y justamente me aparece su rostro: entro al predio de la feria, paso por los stands provinciales y me encuentro con el de Uruguay, ahí está ella, dos fotografías gigantes de la maestra. «El resplandor será barrido con palabra pertinaz», digo mentalmente recordando el poema que escuché de su propia voz hace unos años, y ya me siento más acompañado.
Desde donde yo vengo se inicia todo abismo (Sara San Martín). La lectura en el acto oficial de la provincia de Salta sale bien. Por supuesto que dentro del respeto a lo solemne y lo tradicional al punto de que tuve que leer los poemas en papel, pero rápido y ágil. La música estuvo a cargo de Mariana Márquez (guitarra) y Agustina Vidal (voz). De las lecturas nos encargamos Soledad Olarte y yo. Soledad es una profesional de los medios y docente de locución que ya ha superado los 20 años de trayectoria radial. Es claro que sabe cómo leer poesía en vivo. Teniendo en cuenta que es la persona encargada de hablar en la transmisión de la fiesta del Milagro en el mes de septiembre no es de sorprender que conociera exactamente cuáles eran los tópicos tradicionales que debían estar presentes, a través del folklore y la lírica clásica del noroeste, en las voces de Jaime Dávalos y Nella Castro. Pero que me preguntara cuál es mi libro favorito de la biblia fue todo un quiebre. «Como lector», me dijo. Nos reímos un montón aguardando en primera fila el inicio del acto, mientras la sala Julio Cortázar se llenaba de gauchos con poncho y sombrero. Es una mujer muy inteligente y leída. Pero también la noté inquieta (ensayaba los textos mientras las autoridades decían sus discursos), un torbellino de energía y risa. Me dió la impresión de que estaba nerviosa. Yo, en cambio, me preocupé más por salirme del canon conocido. No quería recitar los poemas famosos que ofician de postales. Seguro me trastabilló la lengua en el primer poema que leí, pero no me inmutó, y al final leí un poema de Sara San Martín que habla sobre un águila cuyas garras sostienen un corazón, y el águila le dice «Cómetelo, es tuyo». Hubo vino y empanadas, y en el primer brindis que hice (con Paula Bertini y Soledad) me cayó un chorrito de tinto en la remera más cara que tengo. A los pocos segundos no se notaba la mancha. Soledad me dijo que el tinto sí sale y me prometió unos tips.
A unas dos sillas de la mía estaba Leopoldo Castilla. Cuando nos presentaron le mencioné que éramos compañeros de catálogo, ya que Editorial Nudista es el sello que se propuso publicar su obra poética completa. En un par de vueltas y copas le insistí en dejarle un ejemplar de mi novela Cacería, pero el tipo se negó con tozudez a recibirlo como obsequio. Quería comprarlo. «Sino de qué vamos a vivir los poetas?», me dijo. No entendí si era una pregunta irónica o una suerte de reafirmación. Finalmente, a la salida, le entregué el ejemplar con una carta de tarot a modo de separador. Y lo compró nomás.
Me fui a tomar el subte de regreso, recorriendo el predio de la Rural casi vacío de gente, en silencio, los libros reposando hasta el próximo día. Es otro mundo ver la feria así. El subte, otra vez lleno, estaba atestado de los morlocks que volvían cansados de trabajar. A veces no entiendo por qué Shinji Ikari está tan deprimido todo el tiempo, si es un careta que siempre viaja sentado.
Ser del interior del interior. Madre me envió fotos de Akira durmiendo en mi cama. Ya la extraño. Algún día, cuando los escritores que somos del interior del interior verdaderamente vivamos de esto, planeo llevarla de viaje conmigo. No en la bodega sino en primera clase, como a esos valientes perros héroes de guerra. Akira también me ha rescatado incontables veces de un loop mental nocivo. Y mientras viajaba contento y quemado hasta el hotel, me inscribí para leer en El Circuito, espacio escénico independiente dirigido por Diego Arbit en Panda Rojo, la noche del viernes. No lo veo desde el año 2018 o mucho antes: en aquellos tiempos en que todavía tenía Facebook, él fue la primera persona que pude contactar para hallar un espacio dónde leer en vivo. Eran los primeros poemas que me animaba a mostrar. Las primeras experimentaciones con la palabra, el cuerpo y la voz. Mucho antes de Nosotros niños mutantes (2015). Antes de volver a internarme en la yunga inhóspita de un Tartagal sediento. Rancheo místico, dice la sinopsis del evento. Puede anotarse cualquiera que lo desee, un evento a la gorra donde conviven poetas, performers, teatreros, músicos y artistas varios de la locura polifacética. Una vez, ví a una chica que estaba sentada en una silla, sola en el escenario, y hablaba con dos títeres, uno en cada mano, sobre ser descubierta consumiendo drogas. Es un recordatorio de dónde comencé y una lección de cómo seguir haciendo. La biografía de Diego Arbit explicita que tiene más de 20 años en el circuito literario independiente. Hay documentales en YouTube sobre él. Llegué al circo después de las once de la noche, y la habitación me recibió fresca y silenciosa. De a poco esto se va convirtiendo en algo más que un viaje literario, algo más que una invitación de la Secretaría para participar en la feria, también se vuelve una experiencia monástica. En medio de la madrugada, escucho poco tráfico y nada de voces. ¿Nadie coge acá?
Por fuera parece que reina el dinero, pero por dentro sólo está el miedo a morir. La lista de artistas en El Circuito incluyó a Dani Cortéz, escritora boliviana que realizó una performance en la que cada paso sobre el escenario era una síntesis cronológica sobre la violencia de género, los engaños y los coqueteos con la muerte. El paso final, abril de 2023, al borde del público, fue un grito ensordecedor, un alarido que largó de rodillas, como una criatura herida que en la crónica de su desaforada ansia por sobrevivir, le desgarraba las entrañas. Este tipo de espacios son una suerte de laboratorio: hay quienes leen directo de sus libros ya publicados como en un recital de poesía ortodoxo (aunque con los claros vaivenes técnicos del under), pero la mayoría va a probar material nuevo. Yo fui el último artista (sic) de la noche, me tocó cerrar la fecha. Leí dos poemas de Tu fuerza primitiva: uno que leí muchas veces, del año 2016, sobre las vidas de quienes fueron los compañeros de primaria, y otro que no tiene título y que fue la segunda vez que lo he compartido en vivo, del año 2021, que habla sobre ser coaccionados a renunciar al privilegio de la tristeza. Para finalizar, leí «Bestias tropicales tomando sol», el cuento que cierra Necrópolis. El aplauso del final fue cálido, y los ejemplares que llevé no tardaron en volar de mis manos. Abasto es mucho más bizarro y peligroso, pero en el camino de regreso, en un 24 con gente dormida que le daba cabezazos a las ventanillas, me sentí muy desconectado, habitando un papel de testigo de una gran obra: la gente anda demasiado triste por las calles, cabizbajos, como si se hubieran enterado que el tumor social no era benigno.
¿Le mencioné que eran almas perdidas? Sí, ya lo hizo. El sábado pasé toda la tarde en la feria. Pablo Donzelli, en el stand de la Provincia de Tucumán, me dijo «Sos la única persona que me ha dicho que no puede encontrar algo aquí». Y no. El libro de poemas de Houellebecq que busco no está por ningún lado, lo único que venden es «Aniquilación» porque es la novedad. Ordas de adolescentes con piercings y iPhones se batallan los ejemplares de novelas rosas en las estanterías de Cúspide y Random House. No sé de qué autores hablan, pero las portadas siempre tienen las mismas palabras: café, felicidad, gatos, yo, viaje, soy, corazón, mañana. Hay tanto coaching flotando en el aire que casi se hace imposible respirar… El stand de La Coop este año es mucho más pequeño de lo que recordaba y además está casi vacío, Big Sur tiene más gente y actividad (y un pibe de unos veinte años me ganó el único ejemplar de uno de los libros de Diego Muzzio que publicó Entropía), Los Siete Logos es casi autoservicio: el anaquel de Mardulce está intacto como si acabaran de abrir, Futurock no parece editorial sino un stand de souvenirs con tazas y agendas, y a la gente de Sudestada no le dan las manos: amplias bateas de libros y revistas Orsái y muchas (muchas) manos hojeando. Pero gran parte es una comedia agridulce: todos van a buscar las firmas de Nik, una larga fila de niñes con libritos de Gaturro dan brincos de ansiedad, pero juraría que sus padres lucen más entusiasmados por conocer a este delincuente. Hay excombatientes de Malvinas que presentan libros testimoniales (al lado de maniquíes con los uniformes originales) y un stand del Islam donde te llenan de folletos. «El ateísmo, una perspectiva islámica», «¿Qué es el Islam?», «El Corán y la actualidad», «La ecología islámica». Me quedé un buen rato en ese stand, no sé por qué. Salí de la feria, y crucé a la zona de Plaza Italia donde venden usados y saldos. Cada puesto tiene un parlante con música diferente, pero nadie tiene lo que busco. Ni el poemario de Houellebecq ni libros sobre sectas. Me interno debajo de la tierra nuevamente y esta vez es más patente la sobriedad de lo humano. Es sábado, pero es fin de mes, todos andan con cara de haber sido víctimas de una estafa piramidal. Al salir de la estación Independencia ocurre un encuentro del tercer tipo. «¿Mario?», dice. No sé qué cara puse, pero inmediatamente me uní en un abrazo espontáneo, fue mi manera de decir Hola. Patricio Foglia me abraza, es la primera vez que nos vemos en persona. En el año 2015, cuando publiqué mi primer libro, él hizo un prólogo generosísimo titulado «Un animé, pero de Marvel» (algo que más tarde cobraría aún más sentido). Natalia Leiderman es mucho más bajita de lo que imaginaba por fotos. Los tres nos reímos, les cuento de mi viaje fugaz, les pido permiso para dejarles unos libros. A Patricio le dejo la versión definitiva de Hikaru. Les pregunto si van para la feria. «Noo, ya estuvimos el otro día…». «Por suerte no», acoto. En apenas segundos coincidimos en un orden sustancial, como si nos habláramos todos los días. «Es mucha gente, mucho ruido… fuimos a la reserva a pasar la tarde». Esta es gente del bien, pienso. Reserva es una palabra importante, no solamente verde y natural, sino precavida y de honda conexión con lo elemental. Ahí, en una avenida que ya empieza a atardecer, el abrazo de despedida me deja con una sensación de haberme topado oportunamente con algo que ya conocía, que estaba ahí desde antes, aunque vivir lejos del todo nos haga creer que estamos solos. Nada es casualidad. En la cima de los cerros, en el árbol que sobrevive en medio del cemento, o en la sinfonía de sirenas y bocinas.
Amanecer inmóvil en el trópico. «¡Cagadooor!», grita uno del grupo de varones que estaba en la esquina. El taxista se ríe, «Vos me hiciste la seña primero», dice. Me pregunta si falta mucho para mi vuelo. La verdad, muy poco. En realidad hay tiempo de sobra, pero le doy la falsa alarma para que no se ponga a charlar o preguntarme en qué minera trabajo. Ya en el aeropuerto, tengo problemas con el check-in. El asistente que pone las cintas en el equipaje me da la clave de un wifi misterioso para poder descargar el pass. Una joven se acerca y pregunta «¿Cómo es esto? Primera vez que vengo», es sonriente y simpática para pedir ayuda pero se la ve perdida. «¿Están juntos?», pregunta el del aeroparque. «No, pero podría ser porque ambos tenemos pinta de principiantes», respondo. Ella se ríe y me pone una mano en el brazo. «Y bueno, ¡pero pueden estar juntos!”, dice el tipo. «¿Y cómo sería eso?», pregunta ella. «Eligen asiento juntos, cabecita en el hombro, se conocen, charlan un poco, por ahí un besito…». No sé si siento vergüenza o qué sensación humana parecida a la bomba de Hiroshima. «Ay no… too much», dice ella. «¿Vos a dónde vas?». «A Salta». «Uh… yo voy a Tierra del Fuego». Nos reímos mientras el tipo nos escruta con la mirada, a toda costa quiere oficiar de dueño del zoológico, como si la especie corriera riesgo de extinguirse. «Y bueno, la siguen por teléfono», dice. Ella avanza por la fila y yo le muestro el celular a él: «Ahora sí, ya está ¿no?», estoy más preocupado por saber si lo que descargué es lo correcto. «Andá, tonto, andá detrás de ella». Me empuja para que siga la fila. Viejo pelotudo. Obviamente no nos cruzamos más en todo el aeropuerto, qué afán de querer unir los dos extremos de un país. El vuelo nocturno se despliega misterioso, y cuando aterrizo en Salta, el calor sigue… Es increíble, no sé dónde está el otoño que me prometieron. Esa noche ceno con Martín Maigua, editor de Nudista, y Daniel Medina, mi autor favorito. Hablamos de la feria, de libros, de proyectos, de los libros de Farrés que Maira Rivainera compró, del precio de los libros, de lo lindo que es hacer libros a pesar de todo esto que parece inevitable. Pero el tiempo es escaso: todos mis viajes, en los últimos años, han sido así, fugaces, ventoleras, energía centrífuga. Pero el final de este relato es exactamente lo contrario.
Corte de ruta a la altura de Embarcación, la madrugada se hizo amanecer, el amanecer se hizo día, y el micro no avanza. Camiones y camiones, entre los pasajeros hablan, dicen que el corte se extiende un kilómetro. Culpan a la empresa, a los piqueteros, al gobernador, a Dios, a Alá, a las elecciones, al dengue. Con las ventanillas empañadas, hice un repaso de estos días: la feria y el lindo aroma del papel ahuesado, la cerveza en The Gibraltar, los edificios en restauración, el poema del corazón en las garras del águila, los encuentros del tercer tipo, los libros nudistas que se vienen, la chica del aeropuerto. Termino estas líneas abriendo al azar una crónica de Pedro Mairal: «Y a mí se me conectaron unas neuronas que nadie juntaba hacía mucho tiempo, hicieron chispa, alguien prendió la luz al fondo de mi cabeza».
(Tartagal, 1990) es escritor y editor. Recibió el Premio Literario Provincial de Salta en Categoría Cuento por Necrópolis (2018). Publicó las novelas Hikaru (2018), Cacería (2022) y El poder de los elementos (2022), todas a través de Editorial Nudista. En 2023 publicó Paisajes radioactivos: Frontera, crisis y estética del caos en la literatura de Tartagal, 1992-2022, su primer trabajo de no ficción.
Lindísima crónica. Me encanta que Sara San Martín haya estado en la Feria, todo el mundo la debería conocer. Y la encontraste ya a la chica de Tierra del fuego? 🙂
¡Muchas gracias por leer! Los poemas de Sara San Martín que leí fueron: «Desde el caos /alzo mis brazos» (un mash up), «Aquí está la tierra», «El amor que la acercó a la tierra» y «En cifra para ella» (el poema del águila). La chica de Tierra del Fuego quedó solamente para esta crónica.
Hermosa crónica.