Palabras de presentación
-Gabriel Gómez Saavedra-
Leo a Paula Cardozo y llegan con facilidad estas líneas que Borges escribió en “Tlön, Uqbar, Orbis Tertius”: “Los espejos y la cópula son abominables, porque multiplican el número de hombres”. Y es que las personas son conscientes de que en ellas habita una multiplicidad de seres extraños, que no las alejan de sí mismas, sino que —y esto es lo monstruoso— las acercan más a lo que son; ahogándolas en espejos que no dan otra opción, para liberarse de su fondo, que la confección de máscaras; para que tocarse la cara no incomode tanto. Cardozo, escribiendo sobre los múltiples seres del ser, no necesita más que el lenguaje desnudo, sin artificios, porque quien expone al ser, como lo hace ella con estos versos, libera las esporas de un hongo que coloniza el alma del lector y la evidencia como la mutante que siempre fue.
He hallado el hueco
más preciso
para habitar.
Junto a las pelusas
sepulcras,
junto al manto de cabellos
que he cambiado con el tiempo.
Cuándo he olvidado el escondite
más seguro
de mi casa?
He vuelto a habitar
sin temor de claustrofobia
el reverso de mi cama,
el pulmón que separa
mi sueño
del suelo.
En él, un cuerpo
cabe perfecto.
Ahora,
prefiero mirar a mi colchón interrumpirse
por los amaderados largueros
que a mi blanquecino techo.
Cuándo fue la última vez
que toqué con las carnes
de mis manos
este lado oscuro
de mi cuarto,
el negativo de mi universo?
Volví.
Aquí se está bien,
entre el frío mortuorio
del viento de subsuelo
colándose
por los zócalos.
Ahora, no tengo miedo
de encontrarme a mi misma
debajo de mi cama.
Todo este tiempo,
fui yo monstruo
escondido.
Ahora entiendo
el escalofrío en mis talones,
la tensión de mis articulaciones
al presentirse acariciadas
por el espanto de un cuerpo
abandonado debajo de un colchón.
Tenemos los ojos bien abiertos.
y ambas nos miramos
en el reflejo de nuestras pupilas.
Así se siente el sepulcro,
la eternidad
está muy cerca del suelo.
Enterrada viva soy,
abajo de mil sábanas,
mil techos, mil cuerpos.
Así será mi sepulcro,
lo intuyo, lo bosquejo, lo practico.
En el suelo,
acomodo mis omóplatos
que amenazan tiernamente
con tocarse.
Mi pecho se arquea.
Desde el suelo,
la risa es más ruidosa.
No consiento
exhumación alguna.
—
Soy la encarnación
de todas mis muertes.
Desde el Génesis
hasta el ocaso
mis cuerpos no han sabido más
que contener pacientes
hasta reventar.
Regué con cada
uña, pelo, hueso
los patios de mis madres
y de ellos nacieron rizomas
que se han extendido
hasta completar este
delgado
círculo
cerrado.
Mis cuerpos,
míos nunca fueron,
y lo que más me daña
en cada estallido
es perder la lengua.
Hubo veces que me la extirparon
de nacimiento,
otras que se han secado
por el mal uso.
Ahora, busco el agua
para saciarlas
pero cuando parece que lo logro,
deciden suicidarse.
Y una debe saber hacerse bien
y aceptar la muerte prematura
para poder preparar el pozo
lo antes posible,
con la esperanza de cavarlo
más prolijo que las últimas veces.
Las muertas me esperan
en el arbóreo patio,
y la naturaleza no da las gracias
ni siquiera cuando una,
bien alimentada de lo que fuera,
va a parar entre sus árboles y hongos.
Entonces, reconfirmo
la propia humildad de mis carnes
y las deposito
en la polvareda.
No he podido, aún
con tantas vidas
arremeter contra el espejo
ni domar a las lenguas.
Hay cosas que yo amo,
y aún así
no sé cómo nombrarlas.
—
Tengo la habilidad
de nunca llorar lo suficiente
como para inundar el comedor.
Tan pronto las lágrimas recorren
mis mejillas,
las evaporo con una risa
ruidosa
estruendosa,
que mis vecinos,
tratando de acallarme,
golpean
con sus escobas
las paredes y los pisos,
formando huequitos
en cada rincón de mi casa:
uno al lado de mi cama,
otro que ha perforado el azulejo de mi baño,
y uno que por poco rompe mi espejo.
Pero a veces el llanto se aproxima
en los lugares más inesperados,
en la parada del colectivo,
en la plaza o en el almacén.
Para esos casos,
el método es diferente.
La risa es contagiosa,
pero las miradas me asfixian,
entonces,
prefiero arrodillarme frente al desagüe más cercano,
y verter en él mis lágrimas
una por una,
para no hacer tanto escándalo,
y las despido esperando que no se sientan tan solas,
entre tanto acuoso volumen.
Cuando he terminado,
me retiro aliviada,
pensando que,
si me faltara,
todavía mi pared tiene espacio
para un huequito más.
—
¡Miren qué educada
es ella!
retiene la flema
en su boca,
no la va a escupir
sobre ningún asfalto.
¡Que trague la baba!
antes que se cuele
por la comisura de sus labios
y manche su vestidito rosa
y lo derrita en hilachas
y resbale todo por su torso
ahora desnudo
hasta llegar a sus rodillas separadas
y sus zapatos nuevos se estropeen
y el suelo se llene de inmundicia
y la gente mire
y hable
y diga que sucia la nena
que infantil la nena
se babea y se enchastra
y entre el mar de mis pensamientos
les trate de gritar que no soy
ninguna nena
que puedo tragarme todo
como me enseñaron
y no molestar
a ningún transeúnte
mientras me ahogo
en la bilis
en el ácido de lo no dicho
en mis suplicas
de que no me abandonen porque
aunque sea grande
los ruidos fuertes me aterran
pero a ahogarme
nunca le tuve miedo.
—
Desde el día en que el cachorro
pisó este lugar,
sabíamos que nos íbamos a reír.
Apenas si sabe ladrar
y lo hace sólo detrás del metal.
Se mueve, patalea,
y mientras no lo miramos,
babea los dedos de quien encuentra a su paso.
Sabíamos que nos íbamos a reír,
porque llora
si lo mandan a su cucha temprano
y no come
si le dan dos veces
la misma comida.
Creíamos que no nos íbamos a enojar,
porque el cachorrito
sólo en dormido
sueña sueños liberales
en donde muerde la mano ajena,
y no lo retan,
en donde puede robar la comida
de perritos más raquíticos
para darle a la brava jauría,
no porque sea bueno
ni mucho menos
porque sea compañero,
sino porque tiene miedo
y el pequeño cobarde
vive con tal de salvar su propio pellejo.
Creíamos que no nos íbamos a preocupar,
porque qué peligro puede existir
si el cachorro hociquito chato
apenas si puede respirar,
y sus patitas pequeñas
casi ni lo dejan caminar.
Pero ahora,
el cachorro se ha obsesionado
con mordisquear
la última parte
de su intestino grueso
y atado por el cuello
a la mano de su amo,
cree que sus sueños
pueden volverse realidad
y ladra
ladra
sin parar,
atrayendo buitres,
ratas y algún que otro gato.
Y cuando nos acercamos a callarlo,
rápido se esconde entre las piernas
de su dueño.
Realmente cree que sus sueños
pueden volverse realidad,
y ladra
hasta alejarnos de nuestros restos,
desarmar nuestras cuchitas,
prohibirnos mover la cola.
Y ladra,
hasta que todos seamos exacta copia,
y en este lugar
no se escuche más
que los ecos de sus ladridos,
las cadenas restauradas
y algún que otro canil
cerrándose.
María Paula Cardozo nació en 1999, en San Miguel de Tucumán. Es estudiante de la carrera de Letras de la UNT. Formó parte del proyecto Tucumán Escribe en donde editó y publicó el fanzine digital Cumbia suena de fondo (2020). También participó en las antologías En conserva: kit de supervivencia poético (Fortuna Ediciones, 2020) y Origami: palabras (des)plegadas. Antología literaria (Humanitas, 2023).
Concepción, prov. de Tucumán, 1980. Publicó la plaqueta Huecos (Ediciones Del Té, 2010), y los libros Escorial (Editorial Huesos de Jibia, 2013), Siesta (Ediciones Último Reino, 2018) y Era (Falta Envido Ediciones, 2021). Entre otras distinciones, ganó el Premio Municipal de Literatura San Miguel de Tucumán – Género Poesía (Región N.O.A.) y fue seleccionado por el Fondo Nacional de las Artes como becario del programa Pertenencia: puesta en valor de la diversidad cultural argentina.