Entrevista a Sibila Camps
Por Fabián Soberón |
¿Qué motivó tu deseo de estudiar los fenómenos de la cultura mafiosa, política, policial de Tucumán? (los adjetivos pueden estar unidos por una conjunción o por una disyunción).
No fue un objetivo trazado a priori. En primer término me interesó la historia del Malevo Ferreyra, a partir del momento en que comenzó a ser juzgado. Me planteó tres interrogantes: 1) por qué recién en 1993 era juzgado por primera vez, siendo que había tenido tantas denuncias por torturas y homicidios; 2) cómo y por qué la sociedad tucumana había dejado crecer a semejante monstruo; 3) por qué una parte importante de la sociedad tucumana lo admiraba y cómo se había convertido en un mito, un mito que estaba en las antípodas de la verdad. Encontrar las respuestas me llevó a indagar en la historia de Tucumán, en especial desde 1940; por eso El sheriff se convirtió en una especie de historia de la provincia de los últimos 70 años (se publicó a fines de 2009).
Cronológicamente el segundo libro que comencé a trabajar sobre Tucumán fue Tucumantes, y es el único de los tres en el que realmente el foco fue la provincia. El tema fue la persistencia de los efectos del terrorismo de Estado, secuelas terribles que no se han producido en ninguna otra provincia, y que afectan aun al día de hoy a gran parte de la sociedad tucumana.
Ya tenía avanzadas la investigación y las entrevistas cuando se fijó la fecha para el juicio por Marita Verón. Yo venía trabajando mucho en Clarín en los temas de género –en especial violencia machista, y explotación sexual y trata–, conocía bien el caso y lo que los abogados defensores intentarían ocultar, conocía la provincia, y por eso pedí cubrirlo. Y a la segunda semana me di cuenta de que allí había un libro, porque lo más interesante –lo que volvía “tridimensionales” los hechos del juicio– me quedaba fuera de las crónicas diarias.
Es decir que salvo con “Tucumantes”, no hubo una voluntad de concentrarme en la provincia; aunque es obvio que lo investigado para uno sirvió para los otros dos.
En cierta medida, tu trabajo se vincula con la indagación de algunas formas del mal, no el mal en un sentido metafísico sino en un sentido histórico y material: mafia, delincuencia, trata, asesinatos, estafas políticas, etc. ¿Crees que el mal tiene en la provincia de Tucumán una forma especial o diferente?
No; lamentablemente, porque de ser así, sería más fácil resolverlo. Como otras provincias, en especial del noroeste, Tucumán tuvo ya desde el siglo XIX una Policía al servicio de los poderosos, en particular al servicio de los dueños de los ingenios; que participaba en levas de campesinos y de indígenas para llevarlos a trabajar por chirolas o por vales, y que los reprimía con ferocidad si se rebelaban. Lo que sí distingue a Tucumán del resto del país es el grado de arrasamiento que sufrió durante el terrorismo de Estado, y cuyas consecuencias perduran en la actualidad. Y entre 1975 y 1983 inclusive, la Policía fue adiestrada y habilitada por el Ejército en violaciones a los derechos humanos, y continúa cometiéndolos al día de hoy, sin que ningún gobierno le haya puesto límites.
¿Cómo conceptualizarías al Malevo Ferreyra? He leído El sheriff y sé que el libro incluye una conceptualización sobre este personaje (y una historia de la delincuencia en Tucumán); quisiera que revises al personaje después de los muchos años de haber escrito el libro.
Sigo pensando lo mismo que en 2009, cuando lo escribí. En tanto individuo, Mario Oscar Ferreyra es el producto de una Policía adiestrada y habilitada por el Ejército durante el Operativo Independencia; facilitado por un Poder Judicial fascista o como mínimo medroso; y sostenido por un periodismo complaciente y cómodo, que sólo publicó las versiones oficiales y nunca investigó. Ese individuo forjó a su vez al Malevo, un personaje presentado –y aceptado masivamente– como justiciero y valiente, pero que en realidad fue un cobarde que torturó y ejecutó a hombres desarmados y ya reducidos, un violento con todas sus mujeres, y un corrupto a mediana escala, que utilizaba el dinero mal habido para mantener su poder y nutrir su personaje.
En la introducción de La red decís que no es una investigación periodística ni un diario del juicio ni un ensayo. ¿Es todo esto junto? ¿Qué escribiste en La red?
En La red, la mayor parte de la investigación ya estaba en el expediente, y otra parte surgió durante el juicio; fue poco y parcial lo que investigué por mi cuenta; y tampoco podría llamar investigación a las entrevistas que hice. Eso sí, la investigación que había hecho para El sheriff me sirvió muchísimo para La red. El único capítulo que se acerca un poquito al ensayo es «Palabras para encubrirlo», donde analizo el lenguaje prostibulario. Y en algún otro capítulo utilizo el género teatral; de hecho los juicios orales son representaciones en las que hay mucho de actuación y de libreto.
En La red, estudias la trama de complicidades entre policía y rufianismo, maltratos de los proxenetas y muertes que está detrás de la historia de Marita Verón. En ese estudio del caso y de la situación social, te referís a las complicidades entre policías y políticos. En ese marco, hablas de la “promiscuidad ideológica” de Tucumán. ¿Podrías desarrollar esta idea?
Cuando hablo de promiscuidad ideológica voy mucho más allá de la complicidad o connivencia entre policías, políticos y funcionarios judiciales. Considero que el terror como metodología de sumisión –secuestros, asesinatos y ejecuciones a la vista de todos– produjo que, en una provincia pequeña y de población “comprimida”, las personas mantengan una relación amistosa con su vecino, sabiendo que fue torturador, o represor, o que robó en casas de personas que fueron desaparecidas, y que a pesar de eso nunca lo encaren acerca de su pasado. Por otra parte, las relaciones de parentesco –tanto biológico como político– son tomadas con frecuencia con un sentido de lealtad que se saltea la menor consideración ética, al punto de cometer delitos: por ejemplo, el secretario de una fiscalía encubre al sospechoso de secuestro y trata sexual, porque su abogado defensor es su compadre.
Hablas de “matriz de miedo” en cuatro oportunidades en el libro sobre Marita Verón. Y hablas de esto para mostrar que esa matriz está detrás de algunos comportamientos de las víctimas y de los victimarios.
En Tucumán, el terrorismo de Estado tuvo características diferentes del resto del país: comenzó en febrero de 1975, con el Operativo Independencia –aunque ya en 1974 hubo al menos diez desapariciones forzadas de personas– y se ejerció a la vista de la población, no sólo en las ciudades sino también en pueblos y zonas rurales. De las aproximadamente 770 personas desaparecidas, apenas un 15% tenía militancia armada; el resto –o sea la gran mayoría– eran gremialistas, dirigentes estudiantiles, operadores sociales, docentes de los diferentes niveles, familias campesinas solidarias y personas que colaboraban para mejorar la calidad de vida de sus vecinas y vecinos en barrios vulnerables. Al mismo tiempo, Tucumán tiene un número relativamente alto de sobrevivientes de centros clandestinos de detención (hubo 55 en esa pequeña provincia); lejos de ser una paradoja, esto acentúa el carácter disciplinador del Estado terrorista.
Si a esto se le suma que muchos de los represores continuaron viviendo en la provincia, que el partido político del genocida Bussi tuvo fuerte representación parlamentaria local y llegó a ser gobernador, y que el primer megajuicio por delitos de lesa humanidad se realizó recién en 2010, se puede comprender que una buena parte de la sociedad tucumana se haya forjado en una matriz de miedo. Y su consecuente conducta se hace más tangible, aun hoy en día, si quienes cometen delitos son policías o están en connivencia con funcionarios judiciales.
En La red decís que las prostitutas “parecen ángeles roñosos” (casi un oxímoron) que pueden traicionar a su hermano. Tu libro denuncia el delito de trata y también muestra la complejidad del delito en los distintos contextos. La consideración sobre las prostitutas muestra las contradicciones que existen en el mundo prostibulario, incluidas las propias prostitutas.
En primer lugar, casi nunca utilizo la palabra prostituta, porque da una sensación de autonomía que no se corresponde con la realidad; según el caso hablo de víctimas de trata o de explotación sexual; o en última instancia de mujeres en situación de prostitución, ya que en la gran mayoría de los casos fueron iniciadas siendo menores de edad, o la prostitución fue la única opción que tuvieron para ganarse la vida. La prostitución es violenta de por sí, ya que es sexo no deseado, sexo pago, y el comprador de sexo se siente con derecho de hacer lo que se le antoja con ese cuerpo al que alquila como un objeto. Y para las mismas adolescentes, mujeres y travestis, el sobrevivir mediante la prostitución –a menudo “sostenidas” por adicciones– implica una situación extrema, por la que, para defenderse, llegado el caso ellas también podrían volverse violentas. Por otra parte, las mujeres que llegan a aceptar y a ascender en el mundo prostibulario –como proxenetas, reclutadoras o en otras funciones– terminan ejerciendo con otras las mismas violencias que habían padecido ellas, incluido el consumo forzado de drogas y de alcohol.
En el libro te referís a la diferencia que establecen algunos entre la prostitución como elección autónoma y prostitución como resultado del proxenetismo. Según tu perspectiva esta es una distinción equivocada ya que el origen de cada prostituta se mezcla con lo que les ocurre después; de una u otra manera, decís, las que están en la calle por cuenta propia han sido o son manejadas o puestas en situación de prostitución por un “marido” que las maltrata.
No es exactamente eso lo que digo. Sí planteo que la distinción es equivocada porque, en primer lugar, el denominador común en todos los casos es el consumidor de sexo pago; ese es el verdadero origen de la prostitución: la demanda de sexo pago. Lo otro que planteo es que, con ese denominador común, la mujer, la travesti o la transexual en situación de prostitución, hoy puede estar “por cuenta propia”, mañana explotada por un fiolo, pasado mañana vendida o alquilada a un prostíbulo; o explotada en un prostíbulo; o esclavizada aun cuando haya ido sabiendo a qué iba; y luego escaparse y volver a estar “por cuenta propia”, o bien ser “salvada” por un hombre que después termina explotándola. No hay ninguna niña que, a los 10 o 12 años, sueñe con dedicarse a la prostitución.
“Los tucumanos son letales cuando se ponen a amasar rumores para consolidarlos en el horno de los mitos”, escribiste. ¿Por qué crees que sucede esto?
No estoy en condiciones de aventurar una hipótesis porque no lo he investigado; puedo hablar de por qué el Malevo quedó convertido en un mito, pero no más que eso.
¿Podrías decirme tu hipótesis acerca de por qué el Malevo se convirtió en mito? ¿Cuál es, para vos, la diferencia entre la figura histórica del Malevo y la forma de la leyenda?
Mario Oscar Ferreyra se convirtió en un personaje de leyenda –no en un mito– en primer lugar porque él mismo construyó un personaje. El Malevo resultó un personaje de aspecto llamativo para los medios, siempre accesible, y al que su portador había conseguido dotar del aura de un justiciero valiente, que se enfrentaba a los ladrones que robaban a los pobres. El hombre verdadero fue un torturador de hombres y hasta de mujeres; un asesino cobarde, que secuestró y ejecutó a hombres indefensos y reducidos simulando enfrentamientos, hombres que en varios casos no eran buscados por la Justicia y en ocasiones ni siquiera tenían antecedentes penales. Un violento con todas sus parejas. Un corrupto a mediana escala, que utilizaba el dinero mal habido para ser paternalista, mantener el poder y alimentar su leyenda. Un renegado de la democracia y de las leyes.
Esto fue posible por varios motivos: la autoconstrucción de su personaje; el corporativismo policial; la complacencia y/o falta de idoneidad de la justicia penal; el miedo que generó el grupo parapolicial que integraba (Comando Atila); la debilidad de la mayoría de las autoridades provinciales que deberían haberle puesto límites; la complacencia y la falta de idoneidad –vale la pena repetir las palabras– del periodismo local.
Tanto en La red como en Tucumantes hay un capítulo dedicado a la dimensión lingüística de las atrocidades narradas y analizadas. ¿Qué lugar le das en el análisis de los contextos a la creación o al surgimiento de estos lenguajes?
El lenguaje siempre es revelador, tanto cuando expone, como cuando camufla e incluso cuando oculta; lo mismo ocurre con el silencio, y con los silencios. A tal punto lo es, que en ambos libros se me planteó como una necesidad, sin haberlo previsto. En Tucumantes me impactaron las “cicatrices en la lengua” –como señala Perla Sneh en su admirable libro Palabras para decirlo. Lenguaje y exterminio–, que después de casi cuatro décadas persistían en quienes habían sido víctimas del terrorismo de Estado; también me interesó analizar por qué buena parte de la sociedad tucumana continuaba y continúa repitiendo el relato de los represores, lo que fue posible por la complicidad de La Gaceta.
En cuanto al lenguaje prostibulario, es tristemente fascinante que su característica encubridora tenga como función principal el que las propias víctimas naturalicen los delitos y las violaciones a los derechos humanos que se cometen contra ellas. El otro aspecto llamativo es que ese lenguaje resulta tan eficaz para cumplir con esa función, que ha tenido muy pocas modificaciones en un siglo.
En el mismo libro contás el episodio en el que Adel Vilas le pide a la Virgen de la Merced que lo proteja en su lucha contra la “subversión”: Vilas se siente –así lo escribe—que está en la senda de Belgrano, se compara a sí mismo con Belgrano. ¿Cómo se arma la trama entre Iglesia católica, sociedad devota conservadora y delitos de lesa humanidad en Tucumán?
La Iglesia católica ha tenido siempre un gran poder en las provincias del noroeste, ya desde los tiempos virreinales. Se afirmó y creció con el dinero de la nobleza, luego de la aristocracia y de las familias ricas; por lo tanto también dio legitimidad a ese dinero, obtenido mediante la explotación de la población indígena, del campesinado y del proletariado urbano. La única manera de mantener esos privilegios es mediante una estructura ideológica conservadora, que además se perpetúa a través de los colegios confesionales, de los que hay un buen número en Tucumán.
Las Fuerzas Armadas también tienen, por definición, una estructura ideológica conservadora. Cuando violaron sus funciones democráticas y vieron como un peligro cualquier movilización popular que buscara reducir las desigualdades sociales, se pusieron a tono tanto con los grupos de poder como con la Iglesia, por compartir objetivos comunes. Y la Iglesia, así como antes había convalidado los métodos de explotación, continuó haciendo lo mismo con los métodos represivos de secuestro, torturas y exterminio. También ayuda al fortalecimiento de esa estructura el relato de los principales medios de comunicación –en realidad, más bien sólo de difusión–, que no por casualidad pertenecen a familias poderosas.
Me refiero a la Iglesia como institución, ya que hubo sacerdotes que eligieron la “opción por los pobres” y tomaron el camino opuesto; no en Tucumán, pero en otras partes del país, muchos de ellos fueron asesinados y desaparecidos.
En Tucumantes escribiste que anhelas que el libro pierda vigencia. Pero dudas de que esto ocurra. ¿Por qué crees que no perderán vigencia las historias y las circunstancias que narraste?
Mi respuesta será una especie de resumen de lo que dije anteriormente. En una sociedad que en buena medida continúa enquistada en la matriz de miedo, esas estructuras conservadoras, manejadas por los sectores tradicionales del poder y validadas por los relatos “oficiales” –la currícula educativa, los sucesivos gobiernos provinciales y municipales, los principales medios, la formación de las fuerzas de seguridad– ofrecieron y ofrecen una enorme resistencia a la revisión de la historia reciente. Si bien los juicios por delitos de lesa humanidad comenzaron tarde en Tucumán, no han dejado de realizarse, en buena medida por el fuerte compromiso de las y los militantes de derechos humanos; pero sus resultados no han tenido la difusión y la impregnación social necesarias como para crear una masa crítica lo suficientemente fuerte y extendida como para remplazar a la que fue arrasada por el terrorismo de Estado.
SIBILA CAMPS
Nacida en Buenos Aires, es profesora de Literatura y Lenguas Modernas, egresada de la Universidad de Buenos Aires. Se inició en el periodismo en 1977, en el diario La Opinión, donde trabajó hasta su cierre en 1981, en Espectáculos. Fue colaboradora permanente en la revista del diario La Nación y en Humor, y escribió en Búsqueda, VSD, Vigencia, Salimos y El Porteño. Entre 1983 y 2013 trabajó en el diario Clarín, en Información General-Sociedad, con numerosos aportes en otras áreas, en especial Espectáculos. Se especializó en la cobertura de desastres y emergencias, salud, ambiente, pueblos originarios, género, problemática social, y cultura.
Ha recibido el Premio ADEPA (Asociación de Empresarios Periodísticos de la Argentina); y Menciones Especiales de la Sociedad Interamericana de Prensa. También fue distinguida por la Agencia Nacional de Noticias por los Derechos de la Infancia de Bolivia; por el INADI; y por la Dirección General de la Mujer de la Ciudad de Buenos Aires, con el Premio Lola Mora 2013. Desde 1993 desarrolla una tarea docente a través de capacitaciones en ADEPA, en universidades argentinas y del exterior, y para medios latinoamericanos.
Junto con Luis Pazos escribió los libros Así se hace periodismo – Manual práctico del periodista gráfico; Ladran, Chacho, investigación biográfica sobre Carlos “Chacho” Alvarez; y Justicia y televisión. La sociedad dicta sentencia. Posteriormente publicó El sheriff. Vida y leyenda del Malevo Ferreyra; La red. La trama oculta del caso Marita Verón; Periodismo sobre desastres. Cómo cubrir desastres, emergencias y siniestros en medios de transporte; y Tucumantes. Relatos para vencer al silencio, sobre la persistencia de los efectos del terrorismo de Estado en esa provincia.
Desde 2008 integra PAR (Periodistas de Argentina en Red – por una comunicación no sexista), y participa en actividades de capacitación en periodismo, comunicación y fotoperiodismo con perspectiva de género.
Como docente de periodismo ha dictado más de 70 cursos, seminarios y talleres en universidades y medios de Argentina, Perú, Ecuador, Paraguay, México, Bolivia, Honduras, Nicaragua, Guatemala y Estados Unidos.
Nació en Tucumán, Argentina. Es Licenciado en Artes Plásticas y Técnico en Sonorización. Se desempeña como Profesor en Teoría y Estética del Cine y Comunicación Audiovisual en la UNT. En 2014 obtuvo la Beca Nacional de Creación otorgada por el Fondo Nacional de las Artes. Colaboraciones suyas se difunden en publicaciones nacionales e internacionales. Integra las antologías Poesía Joven del Noroeste Argentino (compilada por Santiago Sylvester, FNA, 2008), Narradores de Tucumán (compilada por Jorge Estrella, ET, 2015) y Nuestra última Navidad (compilada por Cristina Civale, Milena Caserola, 2017), así como el diccionario monográfico La cultura en el Tucumán del Bicentenario, de Roberto Espinosa (2017). Fue traducido parcialmente al portugués, al francés y al inglés. Libros publicados: la novela La conferencia de Einstein (1ª edición en 2006; 2ª edición en 2013); en el género relatos: Vidas breves (1° edición en 2007; 2° edición en 2019) y El instante (2011); en el género crónicas: Mamá. Vida breve de Soledad H. Rodríguez (2013), Ciudades escritas (2015) y Cosmópolis. Retratos de Nueva York (2017); y el volumen 30 entrevistas (2017). Como director de cine, realizó los documentales Hugo Foguet. El latido de una ausencia (2007), Ezequiel Linares (2008), Luna en llamas. Sobre la poeta Inés Aráoz (2018), Alas. Sobre el poeta Jacobo Regen (2019) y GROPPA. Un poeta en la ciudad (2020). Con los músicos Fito Soberón y Agustín Espinosa, editó el disco Pasillos azules (AERI Records, 2019).