Por Gabriel Gómez Saavedra |
¿Qué grado de vulnerabilidad atraviesa un espíritu, para necesitar al infinito como tabla de rescate? Néstor Rodolfo Silva (1922-2013) escribió “La puerta” (Ciudad hacia la noche, Ediciones del Consejo Difusión Cultura, 1963), un poema que desnuda ese estado, pero sin recurrir a un tono desesperado, sino a un lenguaje que parece un rezo frente a lo irreversible; un rezo en solitario y sin dios receptor:
La puerta
Quiero decir infinito
pero quiero decirlo.
En este hoy que llegando
solitariamente extraño
nada dice de ayer ni mañana.
Pienso que he necesitado tanto
para perder el nombre de los seres
en esta habitación ya sin clausura.
Hecho y deshecho,
lugar de donde vengo
devuelto como un niño envejecido.
Este es el tiempo.
Y esa abertura cerrada es el olvido.
Como se lee, los dos primeros versos de este poema abren en tono de rogativa: “Quiero decir infinito / pero quiero decirlo”. Requiriendo un infinito que, por inabarcable, no comprime con límites estancos, recalando, luego, en la ubicuidad temporal, con la intención de generar un contraste infinito-tiempo definido, y evidenciar al segundo como una visita que llega con el obsequio del desaire y un olor a destierro: “En este hoy que llegando / solitariamente extraño / nada dice de ayer ni mañana”. El tiempo, así presentado, es ingratitud, porque ha cobrado los sacrificios que le exige a todo lo finito, dejando, a cambio, sólo un lugar del que no se puede tomar posesión; una habitación con la abertura débil, donde las ausencias, como viento que prologa una tormenta de verano, entran y salen, una y otra vez, portando el signo de lo irrecuperable; de las evocaciones diluidas que no sirven ni para inventarse una compañía: “Pienso que he necesitado tanto / para perder el nombre de los seres / en esta habitación ya sin clausura”. Así, con estos versos, Silva amplia el contraste con el infinito y suma al lugar como contrafigura, como otra deficiencia de contención.
La estrofa que sigue le brinda entidad material y profunda al yo lírico, exponiendo las consecuencias que produjeron en él los desaires del tiempo y el lugar. En ella podemos palpar el cuerpo del yo lírico como si hubiese sido revolcado por el oleaje del mar. Este efecto se logra con el uso de las palabras “hecho” y “deshecho”. El primer término juega con dos de sus significados: la de participio irregular, que denota que el yo lírico fue un ser creado por otro (padre, madre, dios…), o sea, que tuvo a alguien que quiso transcender con él; que no estuvo solo en el origen. Y en su función como adjetivo, nos cuenta que, alguna vez, fue un ser fue completo. Entonces, “hecho” y “desecho”, son residuos del pasado. A su vez, el efecto del vaivén de las olas puede escucharse en la rima de estas dos palabras, sociedad musical a la que luego asocian a “vengo” y a “devuelto”, acentuando que ese ser íntegro del pasado, en su presente, ha adquirido una forma de engendro, la de “un niño envejecido”: “Hecho y deshecho, / lugar de donde vengo / devuelto como un niño envejecido”.
Todo, hasta aquí, evidencia una forma sobria y de impacto para la composición del poema, y su final no es la excepción. Silva, en éste, vuelve al tiempo y a la imagen de la abertura débil de la “habitación sin clausura” —en su condición de incontrolables—, para concluir que ambos son la cara de los heraldos del olvido: “Este es el tiempo. / Y esa abertura cerrada es el olvido”.
Imagen: ilustración de Juan Lanosa para el libro “Ciudad hacia la noche”.
Concepción, prov. de Tucumán, 1980. Publicó la plaqueta Huecos (Ediciones Del Té, 2010), y los libros Escorial (Editorial Huesos de Jibia, 2013), Siesta (Ediciones Último Reino, 2018) y Era (Falta Envido Ediciones, 2021). Entre otras distinciones, ganó el Premio Municipal de Literatura San Miguel de Tucumán – Género Poesía (Región N.O.A.) y fue seleccionado por el Fondo Nacional de las Artes como becario del programa Pertenencia: puesta en valor de la diversidad cultural argentina.