Por Santiago Garmendia |
Los textos que yo he publicado son una vergüenza que tuve que escribir. Por lo tanto, me quiero ahorrar este espiral diabólico de encima tener que leerlos y recordar así esos días impúdicos de escritura. Vendrán -esto es lo peor- otros. Soy un reincidente, pero el arrepentimiento es un sentimiento tardío. Algunos bebedores son en realidad adictos a la resaca, yo no. A mí me gusta el brindis por el brindis mismo, el acto de la escritura por más que tenga consecuencias tan indeseables. Abundando al respecto, a veces me parece que el filósofo y satirista alemán Lichtenberg me mira los ojos cuando dice lo siguiente:
“Entre todos los caracteres, a ninguno envidio menos que al del cacalibri, esa gente que figura en todos los catálogos de ferias del libro y escribe todo el tiempo sin ser de utilidad al mundo ni decir nada nuevo”.
Identificada esta patología, quisiera entonces cambiar el asunto y antes que hablar de las hojas que he arruinado o si nos atenemos al neologismo cacalibri, en vez de hablar de las páginas que he cagado, quisiera llamar la atención acerca de aquellas que se vienen salvando: quisiera hablar sobre la hoja en blanco.
Desde luego que no tengo nada escrito sobre ella, disculpen el humorismo. Pero hay mucho que decir. No creo que haya que respetar la hoja escrita por el supuesto de que contenga ideas de las que podemos aprender; no importa su dirección o estilo. ¿No es la hoja en blanco una promesa al cuadrado respecto de la escrita? Por eso mismo exige respeto, porque es un acto irreversible. No creo haber estado a la altura de la tarea cuando las corrompí, la dignidad estaba del lado de las hojas marcadas por mi culpa. Pero tengo antecesores de gran valor en esta reflexión. Vuelve a escena nuestro amigo alemán Lichtenberg, amigo de Goethe y maestro de Volta y Von Humboldt:
“Un libro de papel en blanco tiene un encanto propio. Papel que todavía no ha perdido su virginidad y aún está cubierto con el color de la inocencia, es siempre preferible a un papel que ha sido utilizado”.
Esto explica el famoso síndrome de la hoja en blanco y se transforma en un sano sentimiento moral antes que en un miedo irracional. Es cierto, el miedo a la hoja en blanco es una constipación creativa, pero no una patología, no es malo. Deleuze hizo en el siglo pasado algunas reflexiones laudatorias sobre la hoja en blanco que no quisiera dejar de lado.
No hay en rigor página en blanco, asegura el filósofo. Claro, la página está ya llena de palabras leídas u oídas, de historias, cientos de historia. Todo puede acontecer en ella. Tanto que es eso lo que dificulta poder escribir. “Escribir será fundamentalmente borrar, fundamentalmente suprimir.” Cuando uno escribe va suprimiendo mundos posibles, cerrando posibilidades, borrando cursos de vida. La constipación creativa es en realidad una suerte de empacho mental.
Para Deleuze, nadie escribe con la cabeza vacía, recordemos cuántos escritores se han presentado primero como lectores. La cabeza está llena, ¿de qué? “Diría que de ideas completamente hechas —explica—, que ustedes podrán muy bien encontrar originales. Ideas completamente hechas no quiere decir forzosamente ideas que los otros también tienen. Pueden tener ideas propias y al mismo tiempo completamente hechas. Fáciles, fáciles”. Escribir es, entonces, seleccionar entre todas esas ideas hechas; borrar, suprimir. En ese borrar hay que cuidarse de no quedar con el peor plagio, el de sí mismo. Deleuze nos previene contra los lugares comunes no sólo de los demás, como parece ser el caso típico de los libros de Javier Milei, sino el de uno mismo. Hojas y hojas gastadas, mares de tinta para repetirse a uno mismo en el pobre papel. Así que el pavor muestra ser perfectamente lógico del otro lado, el del papel. Es el miedo de la hoja en blanco, no a ella.
Sumando conceptos y reflexiones podemos sacar conclusiones escatológicas de alto vuelo. Estarán de acuerdo conmigo en que el uso del papel higiénico, cuando éste es demasiado blanco, es un acto de odio. O sea, ya cuando se vuelca tinta innecesaria en una hoja blanca es ya una vergüenza. De tal forma que el uso sanitario es directamente escandaloso.
De tal forma que propongo la moción de hacer un buen convenio empezando por “Los primos” y otras librerías de usados, para generar rollos a partir de mamotretos que se han ido acumulando.
No digo cuáles, esto debe ser debatido debidamente en suplementos culturales y entidades que nuclean a los camiones atmosféricos. No quiero hacer realidad la distopía de Fahrenheit 451, libro paradójico a su vez, ya que no pretendo sacrificar ningún último ejemplar ni primera edición. Los incunables serían protegidos también por ley. Por el contrario, para poder cuidar los tesoros es necesario, digamos, ralear.
A lo que me refiero es a que -y esto me lo enseñó mi madre cuando me explicaba Todorov-, la memoria necesita olvido. El olvido es un mecanismo de la memoria. Este operativo se enseñaría sólo la duplicación innecesaria de entes. Javier Milei habría escrito 8 libros, aunque parece ser que sacando las referencias literales a otros libros, también dudosos, no quedarían más de cien páginas que prometen a su vez ser repeticiones de sí mismas y que piden a gritos una urgente reasignación de funciones como la que aquí se propone.
En términos de Heidegger queda aun más claro. Si esta propuesta es debidamente reglamentada, el libro que es en principio un ser a la vista (Zuhanddenheit), algo que nos inspira reflexión y se nos presenta a la mirada contemplativa, puede pasar a ser un ser a la mano (Vorhandeheit), un honorable útil. Ese repensar el objeto es una posibilidad del Dasein, es lo que nos hace humanos, que tengamos un mundo y no un mero ambiente como las pulgas. La mirada creadora es el mar que hace que la arena sea playa y no desierto.
No tengo pretensiones de novedad: en el siglo sexto los chinos ya reciclaban el papel con fines sanitarios y a la vez tenían sus normas. El erudito chino Yan si tuit sostenía:
“Papel en el que haya citas o comentarios de los cinco clásicos o nombres de los seis sabios Lao Tsé, Confucio, Mencio, Zhuang Zi, Sun Zi, Xun Zi y Han Fe no me atrevo a utilizar”.
Papel impreso y culo no volvieron a encontrarse luego de los chinos. Los romanos usaban una esponja, los antiguos griegos -he aquí un dato vasoconstrictor- se limpiaban con piedras o arcilla cerámica de izquierda a derecha y raspando. El papel higiénico es una monstruosidad reciente. Los baños de las gomerías fueron pioneros, sabida es su predilección por el suplemento literario de la gaceta.
Finalmente creo que hay que poner en valor la tarea del aseo de partes íntimas: no deja de ser una revalorización de libros clásicos que han tenido ediciones y traducciones mejoradas, o libros medio pelo cuyos autores voluntariosos costearon tiradas astronómicas. Llegar a toilette-paper al que además se puede valuar según el caso. Porque se abre aquí un campo inmenso de posibilidades: no es lo mismo limpiarse el culo con el Buscón de Quevedo o Madame Bovary, que con un libro de cuentos de Garmendia editado por La Papa.
Sin duda que esto apreciaría la atención a la materialidad del libro, los e-book no son una sombra ya. Además, se atendería a propiedades de los libros que ahora pasan desapercibidas. Por ejemplo, se discutirá con vehemencia entre un libro sesudo pero rugoso, o algo más pasatista pero blando. No descartemos que haya compras de urgencia: la poesía es gran candidata para estos casos con su tan profunda brevedad.
Por último, no se debe despreciar que antes de consumado el acto sanitario, estos textos tienen la chance preciada de recibir una última atención. Incluso por qué no, su mejor lectura por las condiciones de concentración inigualable. Esta es una dignísima partida; serán más libros que nunca y más necesarios de lo que jamás se hayan sentido.
Imagen: @teachr1

Es doctor en Filosofía, docente e investigador de Filosofía del Lenguaje en la Universidad Nacional de Tucumán y la Universidad Nacional de Salta. Integra el colectivo “Dudas Razonables”, desde el cual se producen contenidos de radio, teatro y talleres de Filosofía. Su primera obra de ficción fue la novela La religión de los dioses (Culiquitaca, 2015). Publicó Mal de muchos (y otros cuentos de libros) (Lago Editora, 2016). Nació en 1976 en San Miguel Tucumán, ciudad en la que reside.